Sofía 20:18 – 18:18 ZULU
Calle Dragovitsa 14,
Sofía
Todor Galvech no era lo que se dice un hombre
de acción. En realidad, sólo había accedido al ejército para poder costearse la
carrera, pero había abandonado la idea rápidamente. El entrenamiento no le
costaba trabajo, pero la presión de los superiores y la posición moral de sus
compañeros eran cosas que no podía soportar.
No obstante, echado impotente en la cama,
retenido contra su voluntad y temiendo por la vida de su esposa, Todor el
humanista debía admitir que estaba tomando un nuevo punto de vista respecto a
la violencia. Sentía una intensa ansiedad que, sospechaba muy a su pesar, sólo
remitiría con una buena somanta de hostias a alguno de los responsables de su
situación actual. O tal vez le sirviera cualquier miembro de la estúpida raza
humana.
Daba vueltas a su cabeza el conocimiento de
no tener ninguna culpa, de no estar pagando por crimen alguno. Muy al
contrario, estaba siendo castigado por sus buenas intenciones. Ese era el mundo
en el que vivía. Los engranajes que movían la sociedad estaban basados en la ambición
y la competitividad, no en el altruismo y la colaboración.
Y así le iba a su maravillosa especie.
Pero más allá de sus reflexiones filosófico-sociales,
el señor Galvech sólo quería dejar de sentirse una marioneta inútil. En cualquier
caso, mientras le mantuviesen esposado al lecho, no tenía opciones. Cerró los
puños con rabia.
Uno de los enfermeros entró y le cambió el
gotero. Galvech no tenía idea de lo que le estaban suministrando, pero
sospechaba que era algún tipo de tranquilizante. Cada vez se sentía más
cansado.
Entonces comenzó a oír una alarma. No era una
alarma escandalosa -como corresponde a un hospital- pero era una alarma, no
cabía duda dada su cadencia de ritmo desasosegante. Era de timbre grave y tedioso.
El enfermero levantó la cabeza mirando al pasillo, tal cual si eso fuera a
darle una idea de la gravedad de la situación, pero lo hizo con desgana, como
si no le preocupase demasiado.
- ¿Qué es eso? – preguntó Galvech roncamente.
El vigilante que permanecía a su lado en la
habitación parecía haber estado a punto de preguntar lo mismo. Tenía sus
párpados ojerosos bien abiertos, alerta pero sin aspavientos, como correspondía
a alguien de su rango.
- Algún novato o uno de los médicos en
prácticas se ha dejado la puerta de cultivos abierta – respondió el enfermero
-. Pasa cada dos o tres días, no es motivo de preocupación. La seguridad de
patógenos del hospital tiene un protocolo muy severo.
En cualquier caso, el vigilante salió a
investigar.
El señor Galvech se sintió, en cierta forma,
defraudado. No es que le entusiasmase ser contagiado por alguna de las
enfermedades que hubiese en esa sala, pero por un momento había pensado que
algo ocurriría. En su estado y dadas las circunstancias actuales, esperaba que
algo cambiara todo esto, que algo sacudiera la cruel monotonía que se había establecido
desde que le encadenaron a esa cama de hospital.
Pero el enfermero se marchó y él tuvo que
conformarse con quedarse allí, mirando al techo y esperando. Por un momento
pensó en rezar, pero él no era creyente. Su esposa sí, dijese lo que dijese. Su
esposa… ¿Qué habría sido de ella? ¿Qué destino habría alcanzado? ¿Habría
llegado al lugar de reunión y estaría preguntándose por qué él no estaba allí?
¿O quizás la habían atrapado y estaba en un lugar peor que aquel hospital? O tal
vez… No quiso plantearse la posibilidad de que estuviese muerta.
Sin poder evitarlo, ni quererlo dado que
ansiaba escapar de aquellos pensamientos, cerró los ojos y se quedó dormido.
Soñó con Impulso, soñó que un país se hacía
con el invento y que la sociedad conjunta global sufría las consecuencias. Era
un mundo postapocalíptico, donde el sufrimiento por el hambre y la pobreza era sólo
igualado por el de la represión atroz de un sistema que destruía todo aquello
que se alejaba de lo establecido.
Aquella fantasía distópica no era una
pesadilla muy alejada de la realidad, debía admitir.
Entonces notó el mareo de su sueño
interrumpido, la boca pastosa con ese sabor agrio mientras abría perezosamente
los ojos. Un susurro de cadenas que había echo eco en su mente ahora parecía
haber abandonado su sueño para materializarse en aquel cuarto de hospital que
tanto odiaba.
El tintineo duro sólo unos segundos, pero a
Galvech le dio tiempo a ver cómo las cadenas misteriosamente partidas de sus
esposas caían lánguidas desde sus muñeca, con la punta de un rojo
incandescente.
Plamen guardó el soplete eléctrico en el
compartimento de la manga, junto a la muñeca, y luego sacó un spray que dirigió
directamente a la garganta de Todor Galvech. Debía aplicare con cuidado, para
dejar inutilizadas las cuerdas vocales sin llegar a la epiglotis, de modo que
no se ahogase.
Yevgueni se tropezó con uno de los cables que
surgían como serpientes de los aparatos médicos. Se tragó una maldición entre
dientes y volvió a mirar por el pasillo. Luego hizo la seña convenida para
indicar que estaba despejado.
Dos vigilantes yacían inconscientes en el
interior de la estancia, mudos, sordos y ciegos. Piotr no estaba seguro de no
haber matado al menos a uno de ellos. Había perdido demasiada práctica en
técnicas no letales.
Dimov se inclinó sobre Galvech, que le miró
confuso.
- Buena noches, señor Galvech. Cálmese, no
hemos venido a dañarle, sino a sacarle de aquí. Sé que no tiene ninguna razón
para fiarse de nosotros, y no tengo ninguna intención de pedírselo, sino que le
volaré una rodilla si hace algún ruido. No se moleste en intentar gritar, no le
es posible.
>>Dicho lo cual, le informo de que, por
vicisitudes de la vida, me es conveniente que salga usted de esta mala situación
en la que se encuentra. Espero obtener algo a cambio, pero de todas formas nos favorece
a ambos sacarle aquí. No tenemos mucho tiempo, así que le ruego su
colaboración.
Todor trató de hablar, de decirle que estaba
algo drogado y no muy seguro de cuáles serían sus limitaciones, pero no fue
capaz de pronunciar palabra. Apretó los labios, contrariado, y se limitó a
asentir.
Los Tumánova fueron los primeros en descender
del edificio. Ciertamente, tenían habilidades y estaban acostumbrados a la
falta de juguetitos de los que Dimov dependía. Bajaron desde el segundo piso
por los rebordes, ayudándose de la cañerías, hasta el suelo. Segundos más tarde
estaban acercando la furgoneta, marcha atrás, posicionándola bajo la ventana.
Algunos de los empleados del hospital,
especialmente un anonadado guarda de seguridad, miraban al vehículo invadiendo
el césped del jardincillo trasero sin acertar a actuar por pura sorpresa.
Mientras tanto, Dimov agarró el colchón de la
cama, de la que Gavech acababa de levantarse tambaleante. No le gustaba hacer
las cosas así, como un vulgar ladrón chapucero, necesitaba equipo adecuado, pero
en la situación en la que se encontraba podía darse por satisfecho con llevar a
buen puerto su misión. Suya por vez primera, no de la agencia. Arrastró el
colchón hasta el balconcito y espero a que la furgoneta se posicionara.
Entonces lo dejó caer sobre el techo.
Más que el colchón, sería la propia chapa de
la furgoneta lo que minimizaría los daños, pero estaba seguro de que al menos
serviría de algo.
Todor Galvech, que no era estúpido, en
seguida se dio cuenta de lo que pretendía. Agitó las manos, dado que no podía
hablar, claramente intentando que el agente en busca y captura de la IAB
recapacitase, pero Plamen no se lo pensó, le agarró de la pechera y le arrojó
por el balcón.
El hombre cayó bruscamente. Los hermanos
Tumánova le recogieron inconsciente del colchón y le metieron con rapidez en la
furgoneta. El guardia de seguridad del hospital por fin había reaccionado y dio
un grito de advertencia infructuoso. Plamen se subió a la barandilla, dispuesto
a saltar.
- ¡Dimov! – la voz a su espalda fue
acompañada de un disparo.
El agente se agachó nada más escuchar la voz.
Su cuerpo estaba por entero blindado, exceptuando la cabeza, por lo que pegó la
barbilla al pecho antes de saltar.
Pero el jefe de los vigilantes no le había
apuntado a la cabeza. La bala hueca que usó estaba específicamente diseñada para
atravesar las protecciones. Hubiese atravesado a un elefante hasta el mismo
corazón.
Plamen sintió el mordisco agudo del proyectil
entre sus costilla mientras caía al vacío. El dolor ardiente se entremezcló con
el vértigo y la adrenalina del salto, lo que creó una sensación extraña y
desquiciante. Luego el colchón le recibió en una postura enrevesada que le hizo
dislocarse el hombro. Sintió el sonido de los muelles, luego el metálico golpe
ahogado de la chapa del techo de la furgoneta, y por último el chasquido con el
que la articulación se salió de sitio.
Se dio la vuelta y por un instante extrañamente
eterno encaró el cielo estrellado, recuperando por sorpresa el aliento, como si
no hubiese esperado hacerlo. Reconoció absurdamente la constelación que estaba
viendo. El sonido del nombre se coló en su mente con el tono de voz de su
instructor, que le había enseñado a guiarse por las estrellas. Nunca debía
perderse. Pero ahora estaba perdido, en una forma más metafórica que real.
Sin embargo, rodó sobre si mismo, lo hizo
incluso antes de saber por qué lo hacía, fruto de una especia de instinto
inculcado por el entrenamiento. A su lado, un trozo del colchón voló en
pedazos, levantando trozos de tela que se elevaron en el aire. Eso podían haber
sido sus sesos.
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