Cuando decimos eso, solemos pensar en Stanislav Petrov, el vigía del incidnte del equinocio de otoño con los satélites OKO y su famosa frase "nadie empieza una guerra con solo 5 misiles", pero en este caso nos referimos a otro ruso, que en mi opinión tuvo un rol bastante menos conjeturable en el campo del "si no se hubiese negado, USA hubiese respondido y...".
Hoy tratamos a Vasili Arkhipov, menos conocido.
Arkhipov es uno de los tres oficiales al mando de un submarino soviético B-59, un sumergible de ataque al que la OTAN denominaba Clase Foxtrot. En los últimos días de octubre de 1962 navega sumergido junto a otros cuatro submarinos similares con destino a Cuba. La URSS ha instalado secretamente en suelo cubano varias lanzaderas de misiles nucleares, capaces de alcanzar territorio estadounidense en apenas unos minutos. Es la respuesta al despliegue previo de proyectiles atómicos de Estados Unidos en tierras de Turquía, una amenaza capaz de golpear y devastar Moscú en apenas un cuarto de hora que el Kremlin tenía que contrarrestar.
En medio de esa escalada de tensión, con el planeta entero conteniendo el aliento y los dos colosos enseñándose los dientes, la 69 Brigada Submarina Soviética, en la que se encuadra la nave de Arkhipov, se dirige hacia aguas cubanas. Su misión, burlar el embargo que la Armada norteamericana ha dispuesto en torno a la isla y establecer una base submarina en la bahía de Mariel, en la costa norte de Cuba. El B-59 de Arkhipov va equipado con torpedos nucleares, una carga letal para una guerra desastrosa que cada vez se ve como más inminente. Pocos días antes, un avión espía U-2 de los Estados Unidos ha caído derribado en suelo cubano y un grupo de cazas MIG soviéticos ataca a otro de estos aparatos mientras completaba un vuelo de reconocimiento en Siberia.
Mientras en el Pentágono se ultiman los detalles para la invasión final de la Cuba castrista y prosoviética, los buques de la US Navy y los aviones espías de la CIA sobrevuelan el Caribe en busca de embarcaciones soviéticas intentando introducir más armamento nuclear en la isla. Las instrucciones del secretario de Defensa Robert Mcnamara son tan claras como peligrosas: si detectan cualquier intruso, los buques norteamericanos deben obligarlo a emerger e identificarse y bloquear su acceso. Una de esas embarcaciones es el B-59. El máximo responsable del buque, Vitaly Savitsky, lleva como segundos a bordo a Arkhipov y un oficial político.
Cazando al submarino intruso
A media tarde del 27 de octubre de 1962 los acontecimientos se precipitan. Un grupo de destructores estadounidenses detecta la brigada del B-59. Ignorando que se las ven con buques con armamento nuclear, los barcos norteamericanos comienzan a lanzar cargas de profundidad para forzar a los submarinos soviéticos a emerger. A bordo del sumergible de Arkhipov se viven momentos de pánico y caos. Ante la gravedad de los acontecimientos, el trío de oficiales al mando había zarpado de la URSS con autorización para lanzar sus torpedos nucleares si todos ellos estaban de acuerdo en hacerlo. Sin comunicación con Moscú, y dudando si ya había estallado la guerra entre las dos superpotencias, bajo las aguas del Caribe, con medio mundo pendiente de sus televisores, de las decisiones de Kennedy y de Kruschev, un grupo de marinos acosados tendría que decidir el destino de la humanidad.
El oficial de comunicaciones Vladimir Orlov vivió a bordo aquellos dramáticos instantes. Según su versión, tras una larga travesía transoceánica sumergidos, la tripulación y el capitán Savitsky «estaban exhaustos». Las cargas de los destructores norteamericanos explotaban a pocos metros del casco del submarino soviético. «Era como estar sentado en un barril de metal que alguien golpea continuamente con un martillo». Así hostigado, al límite de su resistencia psicológica, presionado por una marinería que exigía defenderse, Savitsky hace un último intento de contactar con Moscú. No hay manera. Enfurecido y desesperado, decide lanzar su mortífero torpedo, aun a sabiendas de que sería el fin también para él y sus hombres: «Los volaremos por los aires; moriremos todos pero hundiremos todos sus barcos», exclama antes de reunir a sus dos segundos a bordo para ratificar una decisión que requiere su consentimiento.
En medio del bombardeo yanqui, a unos centenares de metros bajo el Caribe, los tres marinos celebran una reunión que decidió el destino de la humanidad. Savitsky quiere abrir fuego, el oficial político está de acuerdo. Solo falta Arkhipov. Pero él dice que no. En esas circunstancias extremas, únicamente la frialdad y el coraje de un hombre evitan lo que habría supuesto una catástrofe sin precedentes.
«Un tipo que salvó al mundo»
Arkhipov convence a Savitsky de que haga emerger el submarino. El B-59 asoma a la superficie y da media vuelta a la espera de instrucciones del Kremlin rehuyendo el enfrentamiento con la Task Force norteamericana. Pocas horas después, Kennedy y Kruschev alcanzan un acuerdo que hace suspirar de alivio a toda la humanidad.
Nadie lo supo entonces, ni siquiera Kennedy, pero Arkhipov salvó aquel sábado al mundo. Su historia no se hizo pública hasta 2002. En un congreso celebrado en La Habana a los cuarenta años de aquel episodio, Mcnamara, basándose en documentos estadounidenses desclasificados, admitió que la guerra nuclear estuvo más cerca de lo que nadie había pensado. Thomas S. Blanton aclaró a que se refería: «Un tipo llamado Vasili Arkhipov salvó al mundo». Aquel tipo había muerto tres años antes.
Otros casos curiosos son también los famosos de la cinta de simulación cargada en el sistema americano en el 79, el chip defectuoso en el 80 que causó lectura extrañas (demasiado extrañas, misiles rusos que desaparecián), y un cohete espacial noruego en el 95 que se detectó por Rusia como un lanzamiento, si bien en este contexto, la amenaza nuclear estaba en un punto bajo (al contrario que en el caso de Arkhipov).
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