Sofía 12:55 – 10:55 ZULU
Frente al hogar de Todor Galvech, Lozenets, Sofía
La lluvia de cristales cayó sobre los hermanos Tumánova, que
se ocultaban tras el coche. Piotr, el mayor, pensó que se podían ir todos al infierno.
Aquella mañana se había levantado con un molesto dolor de cabeza, el cual no
había hecho más que empeorar a lo largo del día.
Aunque los cristales bajo ellos se clavaban un poco, no eran
tan hirientes como cabía esperar. Después de todo estaban diseñados para no ser
letales en caso de accidente de tráfico. El ruido ensordecedor de las armas
cesó por un momento, y luego se escuchó el derrape de una de las furgonetas,
que se ponía en marcha.
- Te lo juro, hermano, voy a matar a ese cabrón – dijo Yevgueni.
Seguía con un tono quejumbroso e indignado por su nariz
rota. Le hacía falta más experiencia de campo. Se oyó una nueva ráfaga cuando
Piotr se asomó brevemente. Maldijo y les gritó unos cuantos improperios. Tenían
que salir de allí antes de que las fuerzas del orden (o dado el escándalo, el
jodido ejército) hicieran aparición.
- ¿Trajiste los botes de humo, Yev?
- Sí… - se pasó la manga bajo la nariz. No dejaba de sangrar
– Coño, maldita sea. Toma uno.
Su hermano lo cogió y lo lanzó lo más lejos que pudo. Como
sospechaba, los tiradores devolvieron el bote de una patada, lo que extendió
aún más el humo y les dio cobertura. Piotr recogió a Yevgueni y le hizo alzarse
rápidamente para seguirle. Corrieron ocultos por el humo mientras sus enemigos
disparaban a ciegas a la nube que les envolvía.
- Conduzco yo – dijo el más joven, que rondaba los
veintisiete.
- No me toques los cojones ahora, Yev – Piotr se subió a la
motocicleta y se calzó el casco.
Yev refunfuñó por tener que ir detrás, en lugar de agradecerle
a su hermano mayor que hubiese preparado un salvoconducto por si había
problemas, como había ocurrido.
Dentro del domicilio de Todor Galvech se había desarrollado
otra escena, menos ruidosa pero con idéntico peligro para los presentes.
La esposa de Todor, de pelo azabache que se empeñaba en
tintar con mechas rojizas, sutiles pero brillantes, había bajado por las
escaleras posteriores que daban al patio interior. Su marido y ella se habían
dividido. Así debía ser. Mientras Galvech había optado por la previsible puerta
principal, ella se deslizó a la zona común del edificio.
Atravesó aquel patio corriendo, y sabiendo mientras corría
que no serviría de nada. De todas formas, los malditos se habían hecho ya con
el portátil y, por tanto, con los planos. Ahora lo único que tenían que hacer
era matarles a ellos. A él por ser quien los diseñó y quien podía
reproducirlos, y a ella por la posibilidad de que los conociese.
Estaba precisamente en el patio interior cuando estalló la
bomba, y fueron los edificios los que la protegieron de la metralla. De otra
forma, ella hubiese muerto allí en ese mismo instante. Por desgracia, no fue
así. Los asaltantes salieron de las ventanas aledañas a su casa y la
persiguieron. Ella se preguntaba porqué no disparaban a matar sin más.
Llegó hasta la reja que protegía de caídas a la entrada del
garaje y la saltó. El golpe contra el suelo resonó en las paredes de la cuesta
que bajaba hacia el aparcamiento subterráneo, se oyó fuerte y sordo, pero por
encima de él todavía escuchó la señora Galvech el chasquido de su pierna al
romperse.
Gritó, pero sabía que no podía permitirse perder tiempo.
Sacó la llave a distancia de la puerta del garaje y pulsó el
botón. La puerta no se abrió. Ella lanzó un gruñido de desesperación y golpeó
el mando contra el suelo. Los asaltantes habían alcanzado la valla y se
disponían a saltar por encima.
- ¡Vamos! – pulsó el botón frenéticamente, pero el
caprichoso aparato decidió que no era momento de ser utilizado.
Volvió a mirar a sus persecutores, que habían anclado unos mosquetones
a la valla y se deslizaban hacia abajo colgando de cables metálicos. Ella
gritó, pidiendo ayuda, y lanzó con rabia el mando del garaje contra ellos.
Cuando éste chocó contra la pared, la puerta se abrió.
Sólo tenía que cruzarla y pulsar el cierre de seguridad, la
puerta bajaría. ¿Y después? Podría ocultarse entre los coches, podría ganar
tiempo hasta que llegase la policía. No tenía más opción, o eso se decía
mientras se ponía en pie sobre su pierna derecha, que aunque magullada no se
había roto, y avanzaba hacia la puerta del garaje, ayudándose de la pared para
mantener el equilibrio.
Por supuesto, fue inútil. Antes de que llegase a dar diez
pasos, la habían dado alcance.
Mientras uno de ellos recogía pulcramente las cuerdas metálicas,
otros dos cargaron con ella, sin importarles la resistencia que opuso, y la
llevaron ascendiendo hasta la calle, donde esperaba un coche nada llamativo. Era
un modelo común, con pintura normal y sus cristales traseros tintados como para
proteger del sol. De él bajó una mujer con un traje negro que la miró de arriba
abajo, para después lanzar una sonrisa que pretendía ser tranquilizadora, pero
que no engañó a la señora Galvech. Justo en el momento en el que la mentirosa
iba a abrir la boca, se oyó el estruendo de un arma, disparada desde el
interior del patio.
Un hombre de más de sesenta años, gordo como un tonel y de
barba blanca y descuidada, llegaba hacia ellos disparando con un cañón
altamente irregular, y que la señora Gallvech supuso de manufactura casera, sin
duda fabricado por el primo de aquel hombre, el cual estaba en la cárcel por
posesión de armas.
- ¡Venid aquí, hijos de puta! – dijo el hombre, salpicando
su barba blanca de saliva.
La señora Galvech sintió la tentación de advertirle, de decirle
que se marchase y buscase refugio, pero no lo hizo. Realmente necesitaba que
alguien hiciese algo y confió en un milagro.
Los asaltantes hicieron una pared entre las mujeres y el
atrevido vecino, y comenzaron a disparar. Sin embargo, antes de que le dieran,
el viejo tuvo tiempo de acertar a tres de ellos, y los tres cayeron al suelo
como bolos derribados, a pesar de llevar chaleco antibalas. Se golpearon en la
cabeza y se retorcieron en el suelo.
Pero aquel ataque suicida no podía durar, y el atento vecino
que había acudido en ayuda de la señora Galvech no tardó en caer al suelo
acribillado. Aún se oyó su risa gorjeante por la sangre mientras uno de los
asaltantes se acercaba a él. El viejo había echado de menos la lucha, nunca
quiso morir en la cama de un hospital, y por eso reía. El hombre armado apartó
de él aquella potente escopeta de rápida recarga y apuntó a su cabeza. Antes de
descerrajarle el tiro se volvió hacia la mujer que, un tanto aburrida,
asintió.
La señora Galvech les maldijo con todas sus fuerzas, pero
ellos le recordaron amablemente que iban armados golpeándola con la culata de
la pistola.
- ¿Tenemos el portátil? – preguntó la dama a sus
subordinados.
- No, señora, ellos se lo llevaron.
- ¿Y quiénes son ellos exactamente? – subió al coche
mientras esperaba respuesta, consciente de que debían abandonar el destrozado
lugar cuanto antes. Escuchó la puerta del maletero cerrarse y se apartó algo de
sangre que había manchado la hombrera de su chaqueta.
- No lo sabemos – ocupó el conductor su lugar.
- Creía que nos habíamos ocupado de todos los que tenían
algo que reclamar al señor Galvech – respondió ella, hastiada.
- Había al menos una fuerza de ataque más aquí, señora –
arrancó el coche y empezó a conducir, calmadamente, sin prisa -. Quizás la IAB,
o la interpol.
- Ninguno de ellos es lo bastante listo ni como para
descifrar el código de un maletín, dudo mucho que se hayan percatado de lo que
Galvech pretendía hacer.
- Puede que no, puede que se trate de otros aún más
peligrosos.
- ¿Y del desaparecido inventor qué se sabe? – dijo ella con
tono despreocupado, aunque se preguntaba cómo iba a contarle todo esto al jefe.
- Le estamos persiguiendo ahora mismo, señora, con dos de
nuestras furgonetas.
- Bueno, en cualquier caso, tenemos un pequeño seguro. Ahora
sólo queda saber quién se ha inmiscuido en nuestros asuntos y sacarle de en
medio por la fuerza. Te aseguro que como sea otra agencia, voy a volarles su
maldita sede.
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