Sofía 23:55 – 21:55 ZULU
Afueras de Bulgaria, Sofía, dirección
Sur-Suroeste, carretera 181
Filipa Jovchev colocó las mangas de su vestido, que se habían arrugado bajo
la chaqueta. Después miró por la ventanilla del coche. Árboles variopintos,
todos ellos de hoja perenne y un verde intenso, custodiaban la carretera y se
perdían más allá de donde alcanzaba la vista. En ese tramo de curvas cerradas,
el coche se deslizaba con lentitud por la serpenteante calzada.
Filipa estaba inquieta, impaciente. Pero sabía que no quedaba mucho para
llegar.
Giraron por uno de los caminos secundarios, recientemente asfaltados, de lo
que dio fe el traqueteo del automóvil. No había sido un buen trabajo. Colgaría
de uno de aquellos robustos árboles al responsable.
Del maletero surgió amortiguado un gemido.
- Calma, querida, habremos llegado en un momento – la señora Jovchev sabía
hacer que su voz resultase dulce y tranquilizadora.
El coche se sacudió un par de veces más antes de frenar con suavidad ante la
alta verja coronada de púas. A Filipa siempre le recordaba a una hilera de
lanzas enhiestas. La cámara de seguridad fotografió e identificó la matrícula
del coche y sólo entonces un panel metálico del suelo se deslizó para que
ascendiese un interfono. Su conductor pulsó el botón rojo, y una luz, amarilla
macilenta y parpadeante, le indicó que esperase uno segundos. Cuando se apagó,
el hombre pronunció con claridad las palabras convenidas para la situación en
la que se encontraban.
- Acuerdo cerrado. Traigo a la socia y un nuevo cliente con activos.
El scanner comprobó rápidamente que hubiese tres cuerpos vivos, y no más,
en el coche en cuestión. La puerta metálica de la verja tardó aún unos segundos
en abrirse. Daba paso a un jardín de aspecto tranquilo, cuidado y hermoso a la
vista. Al menos hasta que los perros distraían de tal visión con sus ladridos
furiosos, tironeando de las correas con las que los guardias les controlaban. Uno
de ellos logró soltar un eslabón de la cadena y se lanzó a por el coche. Quedo
frente a él, mostrando los dientes en cada ladrido amenazante.
El chofer le pasó por encima. Se oyó un quejido y por el retrovisor Filipa
vio cómo su responsable se acercaba para rematarlo.
Continuaron por el sendero de grava, rodearon la fuente de la entrada y
frenaron el coche frente a los escalones que precedían a la puerta principal,
de dos hojas grandes sin ornamentación, aparentemente de madera, aunque estaban
reforzadas en su interior con acero.
Filipa y su conductor bajaron del coche. Obviamente allí, a plena vista, no
sacaron a su prisionera del maletero, pero un hombre acudió para coger el
testigo de las llaves y avanzar con el automóvil hacia uno de los garajes.
Mientras, la señora Jovchev ascendió con paso resuelto los escalones,
quitándose los finos guantes de seda.
El chofer se retiró a un gesto suyo. Aquel hombre, con tan pocos escrúpulos
como tendencia a contar secretos, pensaba que trabajaba para una señora de la
mafia, pero no era cierto. Aunque, para ser sinceros, Filipa a menudo tenía exactamente
la misma sensación.
Las puertas fueron abiertas por dos guardias, no sin que antes revisaran
que había dejado las armas en el coche. Filipa pensó que tendría que hablarlo
con Blagoy. Detestaba tener que pasar por aquellas medidas de seguridad y ella
era, al fin y al cabo, un agente de confianza. De excesiva confianza.
Ascendió por las escaleras interiores, apoyándose en la baranda y pisando
la mullida alfombra. Prefería no tomar el ascensor. En una de las habitaciones
superiores de la mansión, frente a una chimenea eléctrica encendida, la cual
quitaba todo el encanto a la estancia exquisitamente decorada, estaba su
superior inmediato. Él no se volvió siquiera a mirarla cuando habló.
- Han hecho una chapuza con la carretera – comentó.
Filipa continuó aproximándose a él, hasta quedar sentada en el sillón
contiguo. Cruzó las piernas y se encendió un cigarrillo antes de responderle.
- Alguien pagará por ello.
Blagoy asintió.
- No habéis conseguido traer el artefacto, por lo que he oído.
- No, señor.
- Ni los planos – añadió el hombre, cabeceando ligeramente hacia ella.
- Ni los planos – corroboró la mujer. Dio una honda calada y expulsó el
humo con suavidad.
- Entonces habéis fracasado – expuso su jefe, molesto
- Un fracaso parcial – contestó ella.
- El fracaso y el éxito son absolutos, Filipa – rebatió el hombre, levantándose
para bajar la persiana.
La mujer se inquietó un punto, pero mantuvo la calma. Aún era un miembro
útil del SIS.
- Tengo a la esposa de Galvech – informó, sin inmutarse.
Blagoy se llegó hasta ella y la tomó de los brazos, levantándola.
- ¿Sabe ella algo? – preguntó, mientras se ponía a su espalda y le
desabrochaba el vestido.
- Es muy posible – contestó la mujer, que tampoco en este momento demostró
inseguridad alguna.
De hecho, no había nada de sorpresivo en la escena. Hacía más de dos años que
su superior se había encaprichado de ella y la utilizaba de esa forma. Parecía
ser que se había metido demasiado en su interpretación de hijo de mafioso
consentido.
A estas alturas, Filipa no estaba segura de que le desagradara.
- ¿Es doctora también en alguna disciplina? – deslizó el vestido hacia el
suelo. Cayó fácil, suave.
- Ingeniera – puntualizó la mujer.
El frescor hizo que el vello se le erizara tanto o más que la mano de
Blagoy recorriendo su cuello para bajar luego perfilando su figura hasta su ropa
íntima, de la que se deshizo sin recato mientras hablaba.
- Puede que sea útil, entonces. Y aun no siéndolo en ese aspecto, todavía es
la mujer de nuestro pequeño genio - presionó su mano contra la espalda de
Filipa, que comenzó a caminar dejando el vestido atrás. Mientras avanzaba, él
se peleó con el cierre de su sujetador.
Filipa sonrió para sí. Era capaz de desactivar una bomba, pero un mecanismo
tan simple era un obstáculo para él. Ella sospechaba por qué. Toda la sangre
que debía estar regando su cerebro estaba alojada en esos momentos en otra
parte. Y además temblaba. Blagoy siempre temblaba mientras lo hacían.
- Será de utilidad – confirmó, llegando hasta la pared.
- ¿La ama? – preguntó el hombre entonces, separando sus piernas con la
resolución de quien ha hecho muchos registros en su vida. Filipa no opuso
resistencia.
- Eso dicen – contestó indiferente.
Blagoy entró en ella con fuerza y luego lanzó un hondo suspiro, como si
llevase mucho esperando por aquello. Disfruto uno segundos, inmóvil y
silencioso, del calor y la humedad. Luego volvió a hablar, moviéndose de forma
seca y rígida.
- Espero que tengan razón. Lo averiguaremos cuando se la empecemos a mandar
pedazo a pedazo.
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