Sofía 13:00 – 10:45 ZULU
Calle Soitjer, Lozenets
Plamen Dimov no era el mejor tirador de su unidad, pero
tampoco podía decirse que fuera de los peores. No obstante, su posición no era
la mejor y el dolor no le ayudaba a concentrarse. Aunque apuntaba a la cabeza,
la bala sólo le rozó el cráneo, lo suficiente como para dejarle inconsciente,
pero no lo bastante como para haberle matado.
Aún tuvo tiempo de maldecir antes de que el acelerón le
pusiera sobre aviso. Giró en el suelo para evitar las ruedas, colocó el cuerpo
bocabajo y volvió la cara, pegándose al asfalto. Aquellas furgonetas eran de
asalto y estaban diseñadas como todoterrenos, sus bajos estaban lo
suficientemente altos como para que cupiese debajo sin que le rozase. Aún así, el
calor del motor le quemó la cara.
Las ruedas levantaron un humo blanco cuando frenaron en
seco, pero iban demasiado deprisa y Dimov ya se había esfumado para cuando
pudieron para y mirar atrás.
- ¿Dónde coño está? – preguntó uno de los tiradores en un ruso
de extraño acento.
- Da igual, coge al inventor de los cojones, a ver si sigue
vivo. Tenemos que irnos – le ordenó el conductor.
El tirador bajó de un salto de la furgoneta y miró girando
en círculo, apuntando con su arma mientras se movía. Olía a goma quemada. Paseó
su cigarro por los labios mientras escudriñaba alrededor, pero no vio rastro
del entrometido.
- ¡Vamos, ostia! – le apuró su jefe.
Cargando el arma a la espalda, el tirador fue hasta Todor
Galvech. Su primera reacción para comprobar su estado fue darle una patada, que
le hizo cambiar de posición, sin muestras de estar vivo. El asaltante se agachó
a su lado, mascó un poco la boquilla del cigarro y luego la escupió.
- A ver, marica – le tomó el pulso.
El motor de la furgoneta, que no se había apagado, fue
acompañado por uno parejo cuando el segundo de los vehículos se acercó con
tranquilidad hasta el lugar. Nadie más bajó de ninguna de las dos furgonetas.
- Vive – anunció el tirador, dándole unas palmaditas en la
cara al hombre inconsciente.
Fue lo último que hizo en su vida.
Se desplomó de inmediato, sin que se hubiese oído nada. El
silenciador de Dimov era excelente. Aún así, los demás tiradores bajaron las
ventanillas y sacaron los fusiles, que descargaron sin medida contra los coches
de los alrededores, buscando acertar a ciegas. Los cristales del vehículo que
ocultaba al agente y los de las ventanas del piso de al lado le cayeron encima.
Su chaleco recibió tres impactos más, pero no resultó herido.
El helicóptero no tardó en hacer aparición, lo que pareció
poner nerviosos a los asaltantes. Adelantaron el coche y se acercaron al cuerpo
de Galvech, que seguía tendido e inerte. Así protegidos lograron meterlo al
interior y apretar el acelerador. No obstante, Dimov no podía dejar que se
marchasen con el objetivo, por lo que rebuscó en su bolsillo hasta dar con un
útil aparatito que lanzo contra una de las luces del coche. El faro trasero
derecho se rompió, como si le hubiesen tirado una piedra, sólo que la batería
recibió una sobrecarga que la fundió. Los helicópteros se ocuparon del resto.
El despliegue no dio opción a los asaltantes a ningún tipo
de defensa, pero parecían dispuestos a cualquier cosa con tal de no ser
atrapados con vida. Dos de ellos se dispararon bajo la barbilla y cinco cayeron
a manos de los compañeros de Dimov. Sólo tres, heridos o inconscientes,
pudieron ser capturados para un posterior interrogatorio que, el agente lo
sabía, no tendría nada de agradable.
Se quitó el chaleco, de menor grosor que una chaqueta de
pana y relleno de algo viscoso. Lo revisó. No había llegado a agujerearse.
Luego se miró los moratones en el lugar en el que habían impactado las balas
que habían atravesado el coche. Se imaginó cómo tendría el de la espalda.
Uno de sus compañeros de “terminación” se acercó y le llevó
con los de “recogida y limpieza”, que insistieron en hacerle unas radiografías
con el equipo móvil. Dimov cedió con tal de no ir contra el protocolo, aunque
sabía que no tenía nada grave. Preguntó por el estado de Todor Galvech.
- Ha sobrevivido, pero le costará un poco volver a
levantarse, esperemos que no le hayas dañado el cerebro.
Dimov puso un gesto de indiferencia. Tras comprobarle por
cuarta vez la dilatación de las pupilas, su compañero habló en voz baja.
- Ahora tengo que dejarte con los vigilantes. ¿Sabías que
estaban detrás de ti?
- Algo me comentaron – respondió Dimov, recordando la seña
que su superior le había hecho en el despacho -. ¿Están muy cabreados?
Su interlocutor infló los carrillos en respuesta. A Dimov le
hizo gracia el gesto infantil en un hombre que le llevaba al menos diez años.
Recibió unas palmaditas en la espalda antes de que su compañero saliese por la
puerta. Dos hombres entraron entonces. Eran jóvenes y seguros de sí mismos, y
no tenían el aspecto que cabía esperar, no llevaban traje y corbata, y lucían
una sonrisa cálida en la cara. Los vigilantes nunca tenían el aspecto que cabía
esperar, era parte del trabajo.
- ¿Agente Dimov? – preguntó uno de ellos, como si no
supieran perfectamente con quién estaban hablando, como si no llevasen media
docena de fotografías y un resumen de su expediente en la carpeta que cargaban.
- Sí – respondió Dimov.
No les preguntó cómo se llamaban ellos, no había caso. Los
vigilantes no decían nunca sus nombres. Le estrecharon la mano, cuestión que el
agente aceptó con estoicismo.
Durante cuarenta minutos le sometieron a un interrogatorio
ligero. Esto significaba ser sometido a una incansable batería de preguntas que
trataban de hacer confundir lo que decía. Dimov había descubierto hacía tiempo
que tomarse todo aquello con calma y naturalidad, como cualquier desgracia que
se te cruce en la vida, era la mejor forma de encararlo.
Cuando terminaron todas las preguntas (o cuando se cansaron
de intentar enredarle con sus propias palabras), se despidieron amablemente,
deseándole que se recuperase cuanto antes de sus magulladuras. Dimov fue
igualmente amable, aunque hubiera preferido romperse una costilla a tener que
volver a verles. Y volvería a verles.
Una vez le hubieron dejado descansar, ya en el cuartel
general, Dimov se dirigió a las celdas, dispuesto a hablar con Galvech antes de
que uno de sus compañeros, quizás menos amable, tuviese intención de hacerse
cargo. Sin embargo, el director general le interceptó en el pasillo que
conducía al ala Este.
- ¡Dimov! – le llamó.
El agente se volvió hacia él y le saludó respetuosamente.
- ¿Ocurre algo, señor?
- Me han dicho que los vigilantes te han enganchado cuando
te estaban curando. ¿Estás bien?
- Estoy bien, señor – se encogió de hombros –. Y me han
interrogado después de que me atendiesen, no se preocupe.
- Espero que no te cogieran demasiado confuso por la
explosión y todo ese circo que se ha montado.
- Yo no suelo estar confuso, señor, y llevo más de cinco
años en campo, no es la primera vez que me pasa algo semejante, ni será la
última. No se inquiete – respondió un tanto molesto. A veces le daba la
impresión de que su jefe le trataba como si fuera un novato.
- No lo decía para ofenderte, maldita sea, mira que eres
susceptible – miró un poco alrededor, con un gesto inquietante, como si no
estuviese seguro de si debía decir algo -. Ha sido mucho ruido, se ha
organizado una buena. ¿De quién fue la idea de la bomba?
- Preguntadles a los que capturasteis, los de la furgoneta.
Creo que ellos fueron los que lanzaron la bomba, señor.
- ¿Puedes ponerlo sobre seguro?
- No, señor – admitió Dimov -. Pero dudo que fueran los
otros.
- ¿Qué otros?
- Cuando redacte el informe quedará más claro. Me gustaría
ver a Galvech, si es posible, señor – pidió.
- Ve si quieres, ya está consciente. Pero no le alteres
demasiado, ya sabes cómo son estas cosas, no quiero tener que sedarle.
Dimov asintió y se dirigió a la zona de enfermería. El
pasillo era largo y estrecho, poco más amplio que el ancho de las puertas que
se encontraban a uno y otro lado, alternándose. Las claraboyas del techo
permitían la entrada de luz solar, lo que era de agradecer porque en el resto
del edificio las luces halógenas, irregulares, destrozaban la vista.
Dimov consultó en el ordenador del pasillo cuál era la
habitación que albergaba a Todor Galvech. Avanzó hasta la puerta marcada con el
número treinta y siete y la abrió. El convaleciente estaba amarrado con correas
a la cama, aunque no parecía tener demasiadas fuerzas, o al menos no las
suficientes como para intentar escapar.
El hombre volvió la vista hacia la entrada y palideció aún
más. De pronto empezó a tironear de sus ataduras, haciendo tintinear las partes
metálicas de la cama, y comenzó a gritar desesperado.
- ¡Viene a rematarme! ¡Ayuda!
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