Sofía 18:35 – 16:35 ZULU
Sede de la IAB
Plamen Dimov cerró la puerta, por tal de que el escándalo no
se propagara a través del pasillo. Después de todo, esa zona estaba llena de
heridos y enfermos. Luego miró a Todor Galvech de arriba abajo, como si
estuviese comprobando su estado de un vistazo. Dada su serenidad ante los
gritos de alarma, el convaleciente enmudeció.
– Me alegra ver que no está teniendo problemas para
recuperarse – apuntó el agente. Galvech no respondió –. ¿Puedo acercarme?
En realidad, no era una pregunta. A pesar de la silenciosa
negativa de Todor, Dimov se aproximó a la cama y pulsó uno de los botones del
mando que colgaba desde el quitamiedos. Ello hizo que el colchón se levantara
en su parte superior, incorporando un poco al hombre que sobre él descansaba y
que, en esos momentos, estaba en tensión.
– Puede calmarse, no he venido a terminar con usted, no
tiene por qué temer – dijo el agente, sentándose en la mesa cercana y
cruzándose de brazos.
– No tengo miedo – respondió Galvech airado.
Dimov levantó una ceja y luego señaló con un cabeceo la
pantalla que mostraba la monitorización de sus pulsaciones, disparadas. El
hombre miró la línea, subiendo y bajando. No emitía ningún pitido, pero los
números marcados en la esquina inferior no engañaban: reflejaban casi 120
pulsaciones por minuto. Galvech ignoró el dato y volvió a mirar al agente.
– Me disparó – le acusó.
– Efectivamente.
Hubo silencio. Un reloj de plástico, colgado de la pared
frontal, incordiaba con su continuo, mecánico y exacto repiqueteo. Resultaba un
sonido ensordecedor y enervante entre tanta quietud. Galvech volvió a mirar el
monitor. Su corazón había reducido la marcha forzada, pero aún superaba el
ritmo normal con creces. Era lógico, dado que se sentía en peligro.
– ¿A qué ha venido? – preguntó finalmente el herido.
– A hacerle algunas preguntas. ¿Se siente con fuerzas para
responder? – preguntó Dimov, tratando de mostrarse amable.
– No.
– No importa, seré breve – un acto de cortesía no le
impediría llevar a cabo su trabajo –. ¿Hace cuánto que está consciente?
– Menos de una hora – gruñó Galvech.
– ¿Ha hablado con alguien antes de que yo viniera?
– Sólo con el personal sanitario.
Dimov se sintió algo más tranquilo, y se centró entonces en
las preguntas que estaban directamente relacionadas con la misión.
– ¿Sabe lo que ha ocurrido hoy?
– Sí, joder, claro que lo sé. No soy ningún idiota. Han
tratado de matarme.
– Imaginaba que eso no le había pasado desapercibido. ¿Sabe
quiénes eran los que querían acabar con su vida?
Todor Galvech miró hacia una de las paredes, buscando una
ventana que le permitiese ver la calle, pero no encontró ninguna.
– ¿A parte de usted? – preguntó, irritado. Como el agente no
respondió, continuó – No sé quiénes eran, pero podrían ser muchos, demasiados.
– ¿Quién más conocía, además de nuestro de nuestro gobierno,
los detalles de su investigación? – insistió el agente Dimov.
– Todos. Todo el mundo lo sabía, todo el jodido mundo lo
sabía.
– Un proyecto secreto un tanto aireado, me parece a mí –
terció Dimov, hablando con voz calma para que su interlocutor se contagiara de
su tranquilidad.
– ¡No era un proyecto secreto! – se defendió Galvech – Era
mi proyecto, era un programa de investigación científica abierto, cualquiera
podía consultar su evolución… hasta que vinieron a quitármelo de las manos e
hicieron desaparecer todo de la noche a la mañana. Nuestro querido gobierno, el
demonio lo guarde.
– Cuide sus palabras, señor Galvech. El gobierno del que
habla con tanto despecho le devolvió su laboratorio. ¿No es cierto?
– ¡Porque eran incapaces de hacerlo funcionar! – exclamó el
hombre. Sus pulsaciones volvieron a subir, esta vez debido a la exaltación –
Prefirieron devolvérmelo a clausurarlo y ver cómo moría. Era demasiado valioso.
Pero me lo devolvieron clasificado de confidencial. Una vergüenza.
– Por su propia seguridad – se mantuvo impasoble Dimov –.
Airear los pormenores del proyecto no hubiese sido demasiado inteligente.
– ¡Por mis cojones! – exclamó Galvech, incorporándose y
mirando a Dimov con rabia – Querían desarrollar en exclusiva su propio
mecanismo. ¿Tiene idea de lo que podría ocurrir si un solo país consiguiese los
planos?
– Que sería un país que se desarrollaría bien – respondió
Dimov –. ¿Qué le preocupa? Impulso no
tiene visos de servir para aplicaciones militares, más allá de lo evidente. No
es un arma efectiva.
– Estamos en el siglo XXI, señor. Las guerras no las desatan
ni ganan los soldados, ni los cañones, sino los mercados y las compañías.
Dimov resopló, hastiado. Harto estaba de oír aquellas teorías
paranoicas sobre corporatocracia y conspiraciones a nivel mundial de
implacables multinacionales. Se preguntó si estaba tratando con alguna clase de
hippie o antisistema.
– Así que, en lugar de dar esta ventaja a su país, hubiera
preferido divulgarlo libremente a todos. Qué altruista. ¿Eso no sería aún peor?
Galvech estaba a punto de responderle cuando la puerta se
abrió. Dimov se maldijo por haber estado perdiendo el tiempo con aquellas
tonterías en lugar de interrogarle debidamente, porque los vigilantes estaban
en la puerta, con su aspecto informal y su eterna y venenosa sonrisa de
cordialidad pintada en la cara.
– Agente Dimov – dijo el primero de ellos, con tono
elocuente y cordial –. Cuánto me alegra comprobar que ya se encuentra mejor,
parecía un tanto agotado cuando hablamos.
A pesar de su tono, sus palabras eran afiladas, dirigidas
como una buena flecha a un punto concreto. Plamen les había pedido varias veces
que pospusieran el interrogatorio, alegando que no se encontraba bien para
continuar.
– Su abnegación por el trabajo es francamente loable –
añadió petulante el otro –, en su estado y sin embargo demostrando su
dedicación.
“No tengo nada que demostrar” pensó Dimov, pero en cambio
dijo:
– Necesitaba interrogarle para la elaboración de informes.
– Precisamente como nosotros – fingió el vigilante un
suspiro hastiado –. El papeleo es aburrido, pero necesario.
– No quisiera entorpecer su trabajo – dijo Dimov, tenso,
separándose del herido –. Le deseo una pronta recuperación, señor Galvech.
– Seguro que sí – murmuró contrariado Todor.
El agente salió de la sala y se dirigió directamente a la
zona de monitorización. En ella, un hombre delgado devoraba un bocadillo,
mirando regularmente las pantallas a su alrededor. Dimov le conocía desde hacía
años. Cuando empezó a trabajar para la agencia, Hristo ya estaba en esa sala, y
jamás le había visto fuera de ella, ni siquiera le vio nunca salir para cubrir
sus necesidades más básicas.
– Hristo, ponme el audio de la treinta y siete.
– Hola y todo eso, Plamen. Yo también me alegro de verte.
– Ponlo.
El desgarbado hombrecillo sujetó la comida entre sus dientes
y pulso algunas teclas de su amplio teclado, que ocupaba todo un semicírculo a
su alrededor. Lo hizo con la rapidez y destreza que ofrecen largos años
desarrollando el mismo trabajo.
Las cuatro pantallas centrales se fundieron a negro y pronto
fueron ocupadas por la imagen transmitida de la estancia que tanto interesaba
al agente Dimov. La sala de vigilancia se llenó con los ecos de hasta los más
ínfimos sonidos que se escuchaban en la habitación treinta y siete.
– Cuando el agente Dimov le disparó… ¿Le pareció que tenía
una intención real de matarle? – preguntaba en ese momento uno de los
vigilantes.
– Sin duda – contestó Galvech.
El pobre hombre debía pensar que trataba con algo así como
los asuntos internos de la policía estadounidense, y que diciendo esto estaba
condenando a Dimov. Nada más lejos de la realidad, muy al contrario, estaba
asegurando que el agente había seguido las instrucciones que le habían sido
comunicadas al pie de la letra.
– ¿En algún momento le pareció que ponía vidas civiles en peligro
innecesariamente? – siguió el vigilante, acercándole un vaso de agua que
presumiblemente el herido le había pedido con anterioridad.
– La mía. ¿Le parece poco? – contestó Todor Galvech,
malhumorado.
– ¿Estaba usted inconsciente en el momento de…?
El hombre del bocadillo había quedado con la boca abierta, y
su almuerzo había acabado en su regazo. Sin embargo, en ese momento recuperó el
habla y se volvió hacia su compañero.
– Tío, tío, tío… Esos vigilantes te están oliendo el culo a
ti.
Una expresión que a Plamen le resultaba desagradable, pero
que era muy utilizada para referirse a las investigaciones de los vigilantes,
además de ser considerablemente ilustrativa.
– Joder, Plamen, no deberías estar viendo esto – movió la
mano hacia una de las teclas, pero Dimov le frenó agarrándole de la muñeca
bruscamente.
Se produjo un tenso silencio.
Uno de los múltiples inconvenientes de que los vigilantes te
siguieran la pista era precisamente que se despertaba el recelo de los
compañeros. Muchos, que aún no habían sido investigados, a pesar de su
desprecio hacia este cuerpo de control de agentes, pensaban que si los
vigilantes te iban detrás, alguna razón tendrían.
– Plamen – dijo dubitativo el delgaducho hombre mirando al
agente Dimov –. No sé si te has metido en problemas, pero sin duda con esto te
vas a meter. Y me vas a meter a mí.
– No te casaré problemas, ya lo verás. Ahora déjame oír.
Galvech estaba siendo interrogado por el vigilante que
parecía tener menor rango. Le preguntó sobre las cosas que había hecho y que no
había hecho Dimov, y luego sobre lo que recordaba que había ocurrido en
general, tratando de imaginar una escena completa de los hechos para poder
evaluar las acciones del agente.
El otro vigilante, en cambio, se encontraba separado de la
cama. Pasó un dedo por una de las mesas y comprobó el polvo. Luego se cruzó de
brazos. Cuando Dimov volvió a mirar hacia él, vio que escudriñaba las esquinas
del techo. No tardó en dar con la cámara de seguridad, a la que dedicó una
sonrisa petulante que acompañó con un saludo de la mano.
Hristo se quedó helado.
El agente Dimov también habría sentido una comprensible
congoja ante ese gesto si no fuera porque lo que Galvech estaba diciendo en ese
momento era mucho más perturbador.
–… sobre todo cuando se llevaron mi portátil. En él tenía
los planos del artefacto.
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