Sofía 10:35 – ZULU 8:35
Centro Comercial TSUM,
Sofía centro
Era algo tan
común, tan habitual en las tramas de las películas de acción, que Dimov veía
cada vez más plausible un final como el que le había sugerido Piotr Tumánova.
En el centro comercial todo transcurría según lo normal en aquella mañana. Las
callejuelas dentro del inmenso edificio estaban copadas de compradores, familias
enteras que se paseaban, amas de casa atareadas con cara de necesitar un
descanso, adolescentes agolpándose en la cristalera de la tienda de
videojuegos. Acababa de salir a la venta un juego de RPG para PC llamado “American
Spy: Traición”.
Dimov renegó sin motivo aparente.
A su lado, Piotr le miró con un
gesto inquieto antes de volver a echar un vistazo alrededor. Habían indicado
que fueran al encuentro preferiblemente sin armas, pero evidentemente ellos habían
evitado hacer caso de aquella indicación. Ambos llevaban encima tantas armas
como les era posible sin que las ropas delataran su presencia.
Lo que de verdad llamaba la
atención sobre ellos, en realidad, era precisamente su aspecto. En
contraposición con los cuidados ciudadanos que circulaban por el centro
comercial, ellos, aunque limpios, tenían las ropas desgastadas y algo rotas. El
dinero se estaba acabando, y habían gastado casi todo lo que les quedaba en
procurarse una salida por si todo aquello acababa mal.
Pero a Dimov no dejaba de darle
vueltas en la cabeza una de las cosas que le habían enseñado para llevar
debidamente a cabo sus misiones: “Lo más importante es saber pasar
desapercibido”. La discreción era uno de los pilares de su profesión y no podía
evitar sentirse un mal agente, un chapucero en aquel arriesgado encuentro, por
no ir debidamente disfrazado.
Sus instructores no estaban equivocados.
Tras llegar a las proximidades del punto que les había sido indicado, uno de
los guardias de seguridad se les quedó mirando de arriba abajo. Al cabo de un
rato, viendo que no parecían tener intenciones de alejarse del banco más
cercano a la fuente, el guardia de seguridad llegó hasta ellos.
- Buenos días – dijo, con voz
desdeñosa.
Los dos le habían visto llegar.
- Buenos días –contestaron al
unísono y con un tono similar.
-¿Necesitan algo?- su voz parecía querer ocultar la intención de echarles de allí a patadas.
La razón no era otra que, durante
las últimas décadas, los barrios marginales habían multiplicado su población.
En ocasiones, los ladronzuelos inofensivos y los atracadores no tan inofensivos
se colaban en centros comerciales y de ocio. Aunque a veces sólo pretendían
cobijarse de la lluvia y el frío, y pasar un rato agradable en un entorno cívico,
a menudo la necesidad les empujaba a planear y cometer actos delictivos de diferente
calibre.
-Hemos quedado con alguien –ladró
Piotr, evidentemente ofendido.
A Dimov le sorprendió y le divirtió
su actitud, aunque nada en su gesto lo delató.
-¿Con quién? –preguntó el
guardia, entornando los ojos y abandonando el tono mal fingido de amabilidad.
Plamen no quiso que aquello se
alargara, así que sacó de su bolsillo, bajo la atenta mirada del guardia, una
de las placas de su variada colección. Esta era de inspector. Se la mostró
ligeramente oculta, como si no quisiera que nadie más la viese.
El guardia de seguridad pareció momentáneamente
sacudido por el desconcierto y Plamen aprovechó para hablar:
-Misión encubierta. Déjenos
trabajar- y guardó rápidamente la placa en su bolsillo de nuevo, mirando con
disimulo a ambos lados.
-Sí… Sí, señor –dijo con aspecto turbado
el hombre antes de alejarse.
-¿Crees que es uno de ellos? –preguntó
Piotr, nervioso.
-No lo sé –admitió Dimov,
apretando los labios.
No era tan divertido estar al
otro lado del tablero, pensando en quienes y cuántos de los que le rodeaban
estaban vigilándole, fingiendo ser otros tan bien que era difícil adivinar
cuáles eran reales y cuáles una ilusión perfectamente diseñada.
Aunque a la IAB le interesaba por
encima de todo “Impulso”, lo cierto es que los Vigilantes tenían una potestad
tácita para intervenir en toda misión en pos de descubrir y castigar a los
agentes corruptos, lo cual venía a significar que podían capturarle en
cualquier momento. Dimov había sido lo suficientemente inteligente como para
dejar el artilugio en el segundo coche que habían comprado, y que Piotr había
aparcado a varias manzanas de allí la noche anterior, lejos de las cámaras de
seguridad. Si era capturado, esperaba jugar con el enfrentamiento de poder
entre los directivos de la IAB y los del departamento semindependiente de
Vigilancia de Agentes.
Sin embargo, esperaba que ello no
fuera necesario.
Fue simplemente un gesto. Tan corriente como eso, tan poco llamativo, pero como un fogonazo en la mente de
Dimov. El joven con rastas que había parado junto a las escaleras mecánicas, se
volvió momentáneamente hacia el escaparate de videojuegos y sonrió. Una sonrisa
puede significar cualquier cosa, pero tiene tantos matices que es uno de los
gestos más fáciles de interpretar. Diversión, desdén y orgullo. Dimov supo que
era un agente incluso antes de que se volviera hacia otra cristalera para
vigilarles por medio del reflejo.
“Un minuto” pensó Dimov. “Si no
están aquí en un minuto, no han venido a negociar”.
No le dijo nada a Piotr, que ya
estaba lo bastante nervioso, pero conocía el procedimiento. Si el agente se
había posicionado sólo como apoyo, dada la actitud que presentaba, ellos debían
acudir en un minuto. Ahora sólo cincuenta segundos. Si el agente estaba allí
para asegurarse de que no iban armados y esperar el momento oportuno para
atacar, entonces tardarían más. Quedaban cuarenta y cinco segundos, Dimov llevaba la
cuenta mental por encima de sus pensamientos con sorprendente exactitud, una
facultad lograda tras mucho entrenamiento.
No estaba nervioso. Sabía que
estar nervioso era la peor forma de caer. De hecho estaba muy tranquilo. Por
alguna razón, sentía que todo aquello era irreal, que se encontraba en una de
esas simulaciones a las que la IAB acostumbraba a someter a sus agentes para
que siempre estuvieran alerta.
Treinta segundos.
En cualquier momento, alguien
haría algo inesperado, él actuaría correctamente y al finalizar todo recibiría
una palmadita en la espalda del director. Y luego todo volvería a la
normalidad. Él seguiría siendo un agente, seguiría trabajando para la IAB.
Agente de campo, era todolo que siempre había querido ser, por eso había
rechazado el ascenso.
Diez segundos.
Podría haber dirigido su propio
equipo en operaciones conjuntas, en relaciones entre proyectos, pero eso no le
interesaba. Era aquel juego de encubrirse y bailar con la muerte lo que le
fascinaba.
Pero era hora de volver a la realidad.
El tiempo había transcurrido. No iban a negociar.
-Vámonos –dijo bruscamente,
aunque con un nudo en la garganta.
Era la primera vez que Piotr le
veía delatar su estado de ánimo, por lo que le miró sorprendido. Sus ojos
estaban fijos, pero a la vez titilaban. Por alguna razón, sintió lástima por
él.
Naturalmente, salir no iba a ser
tan fácil como entrar. Nada más moverse de su posición algo cambió en el ambiente,
algo que no podía definirse pero que alguien como Dimov estaba entrenado para
percibir. Luego todo fue muy rápido.
El supuesto guardia de seguridad
se acercó. Por suerte Piotr no esperó a que hablase. Tiró la bomba de humo
casera que usaban en la Fuerza Roja y los agentes salieron corriendo mientras
aquella galería, grande pero cerrada, se llenaba de una densa niebla gris. La
gente primero se sintió confusa, luego comenzaron las toses, los chillidos, las
carreras.
Giraron por un pasillo oscuro.
Dimov no había elegido aquel centro comercial por casualidad. Lo conocía. Había
realizado un intercambio allí hacía muchos años, un intercambio que la IAB no
había querido que se registrara. Conocía el intento de butrón mal tapado (de un
atraco frustrado a la farmacia) que le serviría de salida, una salida que sólo él
y el director conocían. Si el director había colaborado con los Vigilantes, entonces
no tendría oportunidad.
El humo ya no les molestaba.
Había quedado atrás. Vuelta a otra esquina. El brillo de un arma.
- ¡Dimov! –sonó una voz furiosa.
Plamen disparó antes siquiera de
pensarlo. Levantó el arma, apuntó a la figura oscura y apretó el gatillo. Se
oyó otro disparo de respuesta, pero no le alcanzó. Plamen corrió y pateó sin
pararse la mano del hombre que se desangraba en el suelo. Le había alcanzado en
el cuello.
“He matado a un vigilante. Al
jefe de los vigilantes. Soy hombre muerto”.
Pero no se frenó, ni siquiera
cuando el moribundo, con su último aliento de vida, gritó nuevamente su nombre.
Así acabó con la vida del jefe de los vigilantes, una vida que había estado llena de éxitos y de sangre,
de muertes de culpables y también no pocos inocentes, una vida que había
dedicado a la persecución de la corrupción, la perversión y el abuso de poder
por parte de agentes de la IAB. Murió con una media sonrisa sardónica,
satisfecho por haber llevado a cabo una noble tarea durante toda su carrera.
Dimov siguió corriendo, ignorando
a Piotr que le pedía que le esperase, maldiciendo y jadeando. Plamen estaba en
mejor forma. Bajó las escaleras de emergencia, mató a un guardia que tuvo la
desdicha de estar fumando a escondidas cerca del almacén de la farmacia y echó
la puerta abajo.
Una luz colgaba del techo, una
simple bombilla rodeada por una vieja mampara. Y bajo ella un hombre de pie,
con una pistola en la mano.
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