Sofía 00:15 – 22:15 ZULU
Parque Nacional Vitosha
La tierra estaba húmeda; la lluvia de los últimos días la
había reblandecido. Eso era bueno, porque no llevaban ninguna pala en la
furgoneta y habían tenido que improvisar.
No había habido ningún tipo de ceremonia, no se habían dicho
unas palabras ni se había dejado un minuto de silencio para reflexionar. Piotr
ni siquiera había cuestionado el lugar de entierro, después de todo la carne es
carne y nada más, ya no quedaba de su hermano otra cosa que una inerte masa de
músculos, órganos y sangre.
Al menos, no había sufrido.
La bala del jefe de los vigilantes, que parecía capaz de
atravesarlo todo, le había destrozado el tórax de lado a lado, limpiamente. Yev
había caído inconsciente de inmediato y pocos minutos después había muerto. Eso
había sido todo. Toda una vida, desde la infancia hasta la madurez, reducida a
un cuerpo inmóvil en cuestión de minutos. Pero así eran las cosas, y Piotr,
aunque profundamente dolido por la pérdida de su hermano, no derramó una sola
lágrima mientras echaba la última palada sobre el cadáver.
Esparcieron la tierra sobrante alrededor y luego cubrieron
la improvisada tumba con algunas ramas caídas para que no se notase el suelo
removido. Y todo lo que había tenido que hacer por su hermano había acabado.
Ahora estaba solo, pero también libre de obligaciones fraternales. Eso le
provocaba un sentimiento de alivio que remordía su conciencia.
Mientras se replanteaba su alianza con Plamen Dimov, dadas
las nuevas circunstancias, éste se dirigió a la parte trasera de la furgoneta.
El vehículo les había llevado hasta aquel lugar pero no había querido volver a
arrancar, como su misión en el mundo hubiese sido únicamente ésta.
El agente entró y revisó nuevamente los vendajes y curas de
Todor Galvech. Primero se habían ocupado de él, dado que por Yev tampoco
hubieran podido hacer nada. Estaba herido, pero sobreviviría si no había
ninguna infección, y Plamen se había ocupado de que no la hubiera. Le
necesitaba vivo.
Tardó aún varias horas en despertarse, pero para entonces
Piotr y Dimov ya habían montado una especie de campamento y se habían deshecho
de la furgoneta. No mantuvieron a Todor atado, simplemente le vigilaron. Al
verle abrir los ojos le ofrecieron un té del tiempo y un poco de cecina, cosas
que los Tumánova llevaban siempre en la furgoneta, en su bolsa de deporte para emergencias.
Galvech comió y bebió antes de comenzar a plantearse
siquiera el tipo de preguntas que quería hacerles. En realidad, no sabía si
debía considerarse afortunado o darse por muerto. No tenía la menor idea de lo
que el agente Dimov y su -para él desconocido- acompañante querían de sí. Así
las cosas, prefirió ser cauteloso.
- Aún me cuesta pronunciar la g –dijo con un comedido mal
humor.
- Es por el anestésico que te eché –puntualizó Plamen con
naturalidad-. Para mañana deberían haberse pasado todos los efectos.
Todor lanzó un rápido vistazo a su diestra, donde por encima
de los árboles empezaba a verse el fulgor prematuro del amanecer en ciernes. No
apuntó nada al respecto, y en cambió sus preguntas se dirigieron a otros
derroteros.
- Mi esposa. ¿Qué sabéis de ella?
- No mucho –respondió Dimov, y le acercó la petaca de la que
bebía Piotr, el cual pronunció un gruñido inarticulado de protesta-. Sabemos
que la IAB no la tiene. O no la tenía.
- Tengo que encontrarla.
Nadie cuestionó ni animó a Galvech por aquella afirmación,
así que éste dejó que el tiempo pasara. Más de un cuarto de hora después,
cansado de esperar, preguntó:
- Bueno ¿y qué? ¿Para qué me habéis atrapado?
- Necesito “Impulso”, y lo necesito en exclusividad. No
habrá indulgencia para mí si no llevo a buen puerto la misión –expuso Dimov con
una ausencia de rabia, impotencia o cualquier sentimiento, que resultaba sorprendente.
- No podrás tener eso sin mi esposa –la rotundidad en
aquella frase de Galvech resultaba sospechosa.
- ¿Quieres chantajearnos? –preguntó Piotr, levantando los
ojos hacia el hombre con un brillo de ira incandescente.
En cambio, Plamen mantuvo la calma. Su voz delató curiosidad
al preguntar:
- ¿Por qué dices eso?
- Ella tiene una parte de la contraseña para los planos, yo
la otra- contestó Galvech.
- Frena, frena… ¿Tú no construiste esa cosa? ¿No puedes
volver a hacerlo?-preguntó el Tumánova.
El hombre le miró impertérrito.
- ¿Sabes cuántos cauces de investigación tuve que seguir?
¿Cuántos cálculos y teorías físicas y matemáticas? Por no hablar de los matices
que propiciaron la casual capacidad que todos buscáis de mi invento. Podría
tardar otros tres años en volver a reproducir “Impulso”, sin garantía de éxito.
- No podemos esperar tres años, ni permitir que otros consigan
los planos y la mitad de la contraseña –dijo Dimov, y se volvió hacia Galvech-.
¿Tu esposa hablaría si la cazaran?
Todor dudó.
- ¿Tienes un ordenador con internet a mano?
El agente Dimov sacó su dispositivo personal y estivo a
punto de encenderlo y entregárselo al hombre, pero entonces recordó que no
podía. Volvería activarse el localizador que había desconectado. Se volvió interrogante
hacia el Tumánova, que se encogió de hombros.
- A mí no me mires, no tenemos ese presupuesto en la "Mierda
Roja".
- No puedo saber si lo ha hecho, entonces. Pero teníamos un
lugar, quedamos en un sitio por si nos separaban. Esperábamos que con la
contraseña divida pudiéramos ganar el suficiente tiempo como para escapar o que
nos dejasen en libertad y reunirnos –Todor pensó en lo estúpidos que había
sido, en la poca visión que habían tenido para prever el alcance que llegaría a
tener todo aquello.
- ¿Cuál era el lugar de reunión acordado?- preguntó Dimov.
Todor le examinó con la mirada.
- ¿Y luego qué haréis con nosotros?
- A mí me interesa “Impulso”, nada más. Por mí como si luego
te vas de vacaciones a Hawai.
Piotr se reservó la mirada de desprecio. Sabía que Dimov
mentía, por supuesto. No podía dejarles libres y que en unos cuantos años
volvieran a reproducir el experimento por su cuenta, vendiendo el secreto a otros.
La muerte era el silenciador más efectivo.
Y Todor Galvech tomó en cuenta esa posibilidad pero… ¿Qué
opciones le quedaban? Tendría que pedir quedarse a cargo de la IAB, dejando que
le vigilaran para que no hiciese nada indebido y quizás trabajando para ellos
con sus investigaciones. Estaba dispuesto, siempre y cuando su esposa estuviera
con él, así que aceptó y dio la dirección, rezando -a pesar de su posición
teológica- porque su mujer estuviera sana y salva, absolutamente ignorante de
que ya en aquellos momentos las torturas que padecía habían alcanzado un nivel
inimaginable para un hombre como él.
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