Sofía 08:32 – 06:32 ZULU
Afueras de Sofía.
A pesar de la sangre que goteaba sobre el plástico, a pesar
de los gemidos y gritos que habían reverberado en la estancia ahora silenciosa,
a pesar de las heridas y quemaduras, a pesar del hambre y la sed y el frío, a
pesar de todo, no habían logrado que hablase. Blagoy se debatía entre la
irritación y la fascinación. Había cometido todo tipo de abusos sobre su cuerpo
y su mente, pero ella se había mantenido invicta. Por supuesto, era cuestión de
tiempo.
Llegados a aquel punto, la combinación de opiáceos y otras
drogas con los métodos de tortura convencionales eran la mejor salida a su
problema. Como además gozaba de una cantidad casi ilimitada de estupefacientes,
debido a sus negocios como tapadera, Blagoy no tuvo problema en crearla
adicciones y negárselas, alternando la euforia irracional con una ansiedad
insoportable.
Aunque minar su determinación no fue sencillo, finalmente
Lina Galvech cedió, traspasado el límite de la cordura. Confesó en los brazos
de Blagoy, temblando como un polluelo, que había un lugar de reunión en los
muelles de descarga de un polígono abandonado. Allí, el matrimonio Galvech
tenía escondida una moto de agua que les habría de llevar río arriba por el Vladaya. Más tarde, en la presa, podrían tomar un autobús que les
conduciría al aeropuerto comercial más cercano y pequeño, donde tenían un
acuerdo con uno de los pilotos de rutas turísticas.
Era extraño sentir las caricias de Blagoy en
su piel cuando había soportado de sus manos tantos golpes, pero Lina Galvech se
había quedado sin fuerzas para luchar contra aquello, así que se refugió en su
regazo suplicando una dosis. Y Blagoy se la suministró, dándole un beso en el
pelo, un gesto que hubiese resultado tierno si no estuviese más motivado por el
dominio que por ningún tipo de vínculo afectivo.
Blagoy salió de la estancia y se dirigió al
salón principal, donde Filipa le esperaba con las piernas cruzadas y una copa
en la mano.
- Preparaos, ya ha hablado –dijo él-. Os la
llevareis, que vaya por delante, quizás nos sirva de escudo humano si su marido viene con
los cabrones de la IAB.
- ¿Tú crees? – preguntó ella, levantando una
ceja.
- No, la verdad es que no, pero tal vez ayude
a Galvech a correr a nuestros brazos –cogió la botella y bebió directamente de
ella-. Te dije que hundiría a esa zorra.
- Sí, pero apostaste que sería antes – matizó
ella.
- Yo nunca apuesto –gruñó Blagoy.
Ella le miró significativamente. Sabía de sus
andanzas por algunos casinos, pero por razones desconocidas a Blagoy le
avergonzaba esa faceta suya. Así que Filipa no dijo nada, se conformó con una
falsa sonrisilla indulgente y se recostó en el asiento para seguir bebiendo.
Blagoy vio su gesto y una chispa enfurecida cruzó sus ojos. Agarró a la mujer de la
mandíbula y de un manotazo hizo caer la copa de su mano. El cristal no se
rompió contra la alfombra, que absorvio el líquido cristalino.
- ¿Qué crees que estás haciendo? –preguntó,
rabioso-. En primer lugar, todo es culpa de tu fracaso, bastaría con que diera
un informe negativo y tu desaparición no sería tomada en cuenta. ¿Piensas que
no soy capaz de hacerte pedacitos y echarte a una cuneta?
- Me hace daño, señor –dijo ella, con
frialdad.
- Cuida tus pasos, niña, yo ya estaba en la agencia cuando
tú aún jugabas a la comba en la escuela.
Ella guardó silencio, resistió su mirada unos segundos y
finalmente bajó la vista.
- Lo siento – susurró respetuosamente.
Blagoy la soltó con brusquedad.
- Ahora ve y consígueme ese puto aparato de una vez, coño.
Blagoy tenía sus propios planes para “Impulso”, estaba
segura de ello. La agencia le había perdido hacía mucho tiempo, aunque él les
hiciera pensar que aún contaban con su lealtad. Sabiendo esto, Filipa se
preguntaba por qué aún continuaba bajo sus órdenes. Pero así era. A pesar de…
todo. ¿O precisamente por ello?
La mujer miró por la ventanilla del coche, ignorando
deliberadamente a Lina, sentada en la zona de carga del discreto monovolumen. Oía
sus dientes, frotándose nerviosamente y produciendo sonidos chirriantes y
chasqueos enervantes. La sacaba de quicio, pero sabía mantener las formas y
soportarlo impávida.
- Señora – dijo el conductor, llamando su atención.
Ella se inclinó para mirar a través del cristal delantero.
Un todoterreno con las insignias del Parque Nacional Vitosha estaba aparcado
junto a la entrada.
- Aparca y deja el motor encendido. Espera a los otros –
indicó la mujer.
Salió del coche y sacó a una temblorosa Lina Galvech que
había recibido una frugal atención médica y apenas se mantenía en pie. Tanteó
la pistola en su espalda y luego se dirigió, con su prisionera agarrada del
brazo, hacia la puerta secundaria junto a la que se encontraba el misterioso
vehículo.
De aquella puerta salió Piotr en aquellos momentos y se
encendió un cigarrillo. Al volverse y ver a la mujer ambos se quedaron por un
momento quietos, como dos depredadores que se encuentran sorpresivamente uno
frente a otro. Piotr retrocedió, despacio, hasta la puerta entreabierta y dijo
algo que la mujer no pudo escuchar.
Acto seguido surgió del achaparrado edificio medio en ruinas
un hombre que ella identificó como el agente Dimov, ese que se había encargado
de mandar a unos cuantos de sus subordinados bajo tierra. No se podría decir
con claridad cuál de los tres predadores allí presentes era más peligroso.
Dimov fue el primero en hacer algo, lo que le confirió inmediatamente
un punto de autoridad en aquel encuentro. Se adelantó hasta quedar a unos doce
pasos de la mujer y su rehén.
-Supongo que no has venido a negociar –dijo.
Filipa sonrió, negando con la cabeza.
-Tiene suerte, agente, tampoco he venido a eliminarle. Sólo
quiero al señor Galvech, nada más. Nos hemos informado sobre usted, Dimov. Su
agencia ha puesto precio a su cabeza ¿lo sabía? Incluso ha divulgado esa
información entre sindicatos criminales para facilitarse la tarea.
- Es lo que suelen hacer –dijo Plamen, sin dejar traslucir
en su voz ni una pizca de su ansiedad, rabia, sorpresa ni indignación.
- Para usted es una carga… Simplemente entréguenoslo y salga
del país. Seguro que conoce medios para eludir a sus antiguos colegas. Es su
mejor opción.
Filipa giró brevemente la vista hacia la izquierda, mirando
sobre el hombro de Dimov, sólo para comprobar que su acompañante había
desaparecido de la vista. Por un instante se inquietó, sintiendo un escalofrío
sacudirle la columna vertebral, pero entonces se escuchó el sonido de un
helicóptero acercándose. Sus refuerzos. Sonrió.
Galvech salió como de la nada, abalanzándose sin orden ni
concierto sobre las dos mujeres, que cayeron junto al agresor al suelo, en un
revoltijo de brazos y piernas. Dimov maldijo para sí, no podía disparar con las
dos medias contraseñas de por medio. El conductor del automóvil tenía el mismo
problema, aunque no dispusiera de esa información no podía disparar con su jefa en medio. Ambos se dirigieron hacia allá. El conductor sólo logró abandonar
el automóvil para recibir un tiro en la sien por parte de Piotr.
Plamen llegó hasta la brega cuando Filipa, con dificultad,
ya había sacado el arma y se disponía a disparar a Galvech en una rodilla. Del
mismo impulso de la carrera saltó y golpeó con su bota la cabeza de la mujer.
El arma se disparó, pero desviada, sin herir a nadie. Ella quedó aturdida en el
suelo. Dimov apartó su arma de una patada y levantó a Galvech y a su esposa. El
helicóptero estaba ya a poca distancia. Corrieron en dirección al todoterreno
que Piotr ya había puesto en marcha.
Filipa no se quedó mirando el espectáculo inmovil. Apenas
podía pensar, y moverse le producía un mareo incontrolable, pero le dio tiempo a
sacar su segundo arma. Apuntar resultaba casi imposible, pero lo hizo, apretó
el gatillo y pudo ver con satisfacción cómo Lina Galvech caía antes de que
Piotr pudiese interponer el vehículo en la línea de tiro. Luego Filipa rodó por el
suelo, buscando un lugar desde el que continuar con el tiroteo con seguridad.
Al otro lado del coche, Plamen Dimov miró a la mujer
verdaderamente consternado. Ya nunca se haría con la contraseña. La bala la
había atravesado el pecho.
Galvech, desesperado por una razón muy distinta, se
arrodilló junto a su esposa, renegando de Dios. Ella aún tuvo fuerzas para
hablarle así:
- No se la dije… -tosió, se tensó en un estertor y añadió: -
Salomé.
Era una de sus operas favoritas. Era su mitad de la
contraseña.
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