domingo, 16 de septiembre de 2012

Operación Impulso (11)





Sofía 08:12 – 06:12 ZULU
 Mansión Marinov, afueras de Sofía

La mansión se extendía más allá de la colina, invadiendo el valle. No hacía mucho, ciervos y zorros invadían eventualmente aquella zona, pero la afición por la caza de Blagoy había acabado con estos animales en varios kilómetros a la redonda. Sus cabezas o sus cuerpos disecados adornaban las paredes de lo que al cazador le gustaba llamar “la sala de trofeos”. No había allí únicamente piezas animales. A Blagoy le gustaba conservar también algunos galardones especiales.

Aunque jamás se había hecho uno, le fascinaban los tatuajes, de modo que cuando alguna de sus victimas tenía uno, le hacía arrancar la piel para curtirla y guardarla en uno de sus libros de recuerdos. Dependiendo de lo colaborativa que se mostrara la víctima en cuestión, lo hacía antes o después de matarla. En un armario al fondo de la sala de trofeos había escondidos cinco gruesos tomos.

Por supuesto, esto era algo que la señora Galvech no podía saber mientras se debatía con las cuerdas que le despellejaban las muñecas. Se encontraba sentada en una silla de madera. Una silla hermosa, lujosa un tiempo atrás, inapropiada - desde el punto de vista de cualquiera con buen gusto - para retener a alguien contra su voluntad.

La pierna le ardía por dentro, a pesar de que sus captores se habían molestado en entablillarla. Cuando se cansó de forcejear, dejó caer la cabeza sobre el pecho, jadeando. Su pelo bajaba lánguidamente hacia delante, sucio y desprovisto de su habitual brillo. Un sollozo acudió a su garganta, pero no dejó que saliera. No pensaba darles esa satisfacción.

No podía dejar de recordar a su pobre vecino, muerto a tiros como un perro rabioso. Verle desplomarse había sido terrible y, aunque había vuelto la vista para no contemplar cómo le remataban, recordaba aún el sonido reverberante del disparo contra las paredes del patio interior de su casa, que anteriormente sólo había recibido los balonazos ocasionales de alguno de los niños que en él jugaban. Así había sido su barrio, tranquilo, un lugar donde formar una familia… o eso creía recordar, porque le parecía que había sido así hacía mucho tiempo, una eternidad, antes de que esta locura empezase.

Su estómago se retorció un poco. Llevaba casi 24 horas sin ingerir alimentos ni agua. No era hambre aún lo que sentía, lo sabía bien porque había conocido el hambre de niña, pero no quería volver a reencontrarse con esa dolorosa sensación de vacío y debilidad.

Maldijo en silencio y pensó en su marido. En primer lugar se preguntó si se encontraría bien o si esta gente que la retenía le habría atrapado también; después, despotrico mentalmente contra él por haber inventado, aún por accidente, el maldito “Impulso”.

Las puertas se abrieron minutos después y la señora Galvech pudo ver a una mujer acercarse a ella. Era esbelta y llevaba un vestido largo color celeste. Sus tacones eran altos, estilizando su figura y aumentando su altura. La conocía, por supuesto, dado que ella era la elegante jefa de los burdos secuestradores que se la habían llevado de su hogar.

La miró desafiante.

- Buenos días, señora Galvech – saludó la agente del SIS.

- Váyase al infierno – recibió por respuesta. No esperaba menos.

Filipa se acercó con naturalidad a uno de los armaritos bajos, de donde sacó una botella de agua que los criados habían refrescado antes de meter en aquella sala a la señora Galvech. Sirvió un vaso de agua y se lo acercó a la mujer maniatada a los labios; ésta se planteó si debía beber, pero tenía demasiada sed como para mostrarse altanera, así que bebió.

- Intentemos llevar esto de una forma civilizada, señora Galvech.

- Un poco tarde para eso. ¿No cree? – respondió la mujer, irguiéndose en la silla. Como no hubo respuesta, retomó la palabra - ¿Dónde está mi marido?

- No con nosotros, lo cual constituye un problema serio para su seguridad, señora Galvech. ¿Conoce el trabajo de su marido?

- Claro que lo conozco. De hecho, no nos han permitido olvidarlo.

- ¿Cuánto sabe acerca del artefacto llamado “Impulso”? – siguió preguntando Filipa, dejando el vaso vacío apoyado en una mesita cercana. Los ojos artificiales de un zorro disecado miraban el cristal con avidez.

- Más de lo que quisiera saber – respondió la señora Galvech con amargura -. Todor nunca quiso esto, nunca. Él buscaba una forma de reproducir la fotosíntesis mediante el uso de química.

- Anulando los factores biológicos – puntualizó Filipa.

- Era necesario. Ese era el objetivo del experimento. Dada la velocidad a la que estamos destruyendo la flora en el planeta pronto necesitaremos formas mecánicas de crear oxígeno. La idea era hacerlo sin desprender residuos.

Filipa movió con desdén la mano con la que sostenía el cigarrillo que acababa de encenderse. Todo aquello no le interesaba.

- Pero algo salió mal – condujo la conversación a la parte que le importaba.

- Sí, el aparato se recalentó y explosionó. Todor estuvo en el hospital tres días, con graves quemaduras eléctricas. Investigamos…

- ¿Juntos? – preguntó Filipa.

- Sí, juntos. Investigamos lo ocurrido. Supongo que la mano del hombre no puede emular algo tan complejo de la naturaleza sin estropearlo todo. El dispositivo tenía un defecto; aunque era capaz de llevar a cabo el objetivo con el que había sido diseñado, había un efecto secundario. Los electrodos, durante el cambio molecular, se despren…

Filipa la interrumpió.

- La versión simplificada, por favor. Ya entrará en detalles con alguien más adecuado.

A la señora Galvech no le gustó cómo sonaba aquello, pero mientras les fuera útil, no la matarían. Estaba claro que ellos no tenían problema alguno en cometer asesinatos indiscriminados.

- El artefacto creaba una descarga eléctrica potente e incontrolable. Fue entonces cuando el gobierno se interesó por el proyecto. Al principio vinieron a negociar, pero Todor no quería tener nada que ver con ellos. Empezaron a mostrarse más hostiles, nos acusaban de traición a la patria, nos amenazaron con la expulsión de Bulgaria. Pero mi marido no cedió, quería presentar los resultados del proyecto de forma global. Así que el estado intervino el laboratorio, nos quitó todos nuestros documentos, nuestra investigación – la señora Galvech cerró los puños, indignada al recordar todo el trabajo perdido -. Pero no consiguieron nada.

- ¿Por qué? – preguntó Filipa, rematando el cigarrillo aún mediado.

- Porque no fue algo previsto, las consecuencias no estaban reflejadas en las hipótesis. Podían reproducir el experimento, pero no lograban estabilizarlo, que era lo que les interesaba.

- ¿Por qué no usarlo como estaba? Podría ser un arma.

La señora Galvech negó con la cabeza.

- No. Hay materiales volátiles y artefactos mucho más baratos de construir con una potencia destructiva considerablemente mayor. Pero crear una energía sostenible salida de la nada, con un caudal de electricidad controlado y continuo, es una ventaja digna de aprovechar. Imagine  transportes, militares o no, que pueden desplazarse de continuo sin necesidad de parar a repostar; ciudades enteras con electricidad sostenida por un coste de único pago inicial ridículo en comparación con el continuo gasto en carburantes y mucho más potente que las energías renovables; un aparato minúsculo que crea por sí mismo, con un mínimo de luz solar y aire, suficiente energía como para mantener todos los dispositivos electrónicos habituales: móviles, portátiles, relojes, coches eléctricos, todo. A gran escala, podrían hacer a un país independiente de las necesidades energéticas que le ligan a otros países sometiéndolo.

- No suena suficiente como para toda una trama de esta magnitud – dijo Blagoy, entrando en la estancia con un vaso de Brandy en la mano.

- Tenéis unas miras muy cortas – respondió la señora Galvech, mirándole con desprecio -. Se podría dar la vuelta a la economía mundial con “Impulso”. Y el país que consiguiera manejarlo, construirlo y aprovecharlo, si lo hace de forma única o al menos en primer lugar, tendría una ventaja inigualable sobre el resto.

- Y por eso nosotros estamos aquí – concluyó Filipa -. Pero ha dicho que su marido, señora Galvech, había sido apartado de la investigación.

- Lo fue – respondió ella, molesta aún -. Pero el gobierno le recuperó mediante coacciones. Le obligaron a trabajar con ellos, encaminando el proyecto hacia donde les interesaba. Y consiguió lo que querían, pero aún no se lo había dicho a nadie. Quería exponer su descubrimiento al mundo al completo, de modo que fuera un avance para la humanidad, no un motivo de enfrentamientos, guerras y ostentación de poder entre naciones.

- Si todos los países conocieran la forma de crear sus propios “impulsos”, las ventajas no serían tan grandes – dedujo Blagoy.

- Programó un mensaje desde Internet, desde la Dark Web.

- ¿El qué? – preguntó Bagoy, desconcertado.

- El Internet Profundo. Nosotros también estamos por allí, por eso nos informaron de esto – a veces, Filipa se preguntaba cómo Blagoy había llegado a ser el jefe del departamento de Bulgaria.

- ¿Qué decía el mensaje? – preguntó su superior, mirando a la señora Galvech.

- Que mañana, mediada la tarde, expondría los datos para que fueran expuestos. Si simplemente los hubiera difundido no hubiera ocurrido nada de esto…

- Me estoy cansando de tanta cháchara – dijo de pronto Blagoy, bebiendo de un trago lo que le quedaba de Brandy -. Empecemos a romperle huesos a esta puta.


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