Su repentina disolución pudo obedecer al intento de asesinato del rey en su propia corte en Visegrád, cercana a la moderna Budapest (a 40 km de esta), y a la derrota de sus huestes a manos de su vasallo, el voivoda Basarab I de Valaquia, en la batalla de Posada –en el sur de los Cárpatos, en la frontera del voivodato con Hungría–, en noviembre de 1330. En el enfrentamiento, uno de los caballeros del rey llegó a intercambiar su armadura, decorada con su propia heráldica, con la del monarca y, finalmente, a sacrificar su vida por él en el combate. Este comportamiento heroico bien pudo ser consecuencia de su pertenencia a la orden de caballería recientemente instaurada, pero lamentablemente no lo podemos asegurar, pues la carta fundacional no menciona los nombres de sus miembros.
Por su parte, Segismundo de Luxemburgo,
cuya primera esposa fue María, nieta del mencionado Carlos I, fue rey
de Hungría desde el año 1387 –así como de Bohemia (desde 1419), rey de
romanos (1411) y, posteriormente, emperador del Sacro Imperio Romano
Germánico (1433)– tras la muerte en 1419 de su hermano Wenceslao IV de
Bohemia, se convirtió en la cabeza visible de la Orden de la Toalla
(orden militar inspirada en el episodio evangélico del
lavado de pies, narrado en Juan 13:5) y,
como sucesor suyo, ejerció su derecho de designar a sus miembros.
Pero
las similitudes entre ambas órdenes militares terminan aquí. Para la de
San Jorge, Carlos I trató de establecer una auténtica comunidad con una
sede oficial, un número limitado de miembros y un protocolo muy
estricto de reuniones periódicas. Evidentemente, esta orden angevina
pretendía además reforzar la autoridad del rey, pero,
dado que desconocemos los nombres de sus miembros, no sabemos si estos
se elegían entre la aristocracia de alcurnia o entre los caballeros
cortesanos.
La orden creada por Segismundo era todo lo contrario: carecía de una advocación oficial –aunque los estatutos aluden hasta en dos ocasiones a san Jorge y su dragón–, sede con capilla, reuniones periódicas, ni se acogía a ningún ideal o modelo de comportamiento caballeresco, exceptuando la obligación de acudir a los funerales de sus miembros o, en su defecto, pagar treinta misas por su alma y vestir de luto por un día. Probablemente el profesor Boulton esté en lo cierto cuando afirma que la orden era “la primera organización de su tipo concebida en términos exclusivamente políticos”, lo que no debe sorprendernos ya que Segismundo era un maestro de las estratagemas políticas y diplomáticas, que obtenía por medio de la negociación todo lo que perdía en el campo de batalla. Puede que en un primer momento tuviera en mente una comunidad estructurada, ya que en uno de los primeros estatutos nombró decano y rector de la orden al juez Simón de Rozgony, títulos de los que no volvemos a tener notica de su existencia.
Segismundo y su segunda
esposa, Bárbara de Celje, fundaron la orden mediante un fuero del 12 de
diciembre de 1408, en un momento en el que el monarca ya había sufrido
sus más amargos fracasos políticos y militares: la derrota de su
ejército ante los turcos en Nicópolis, en 1396, y su arresto en 1401 por
parte de la aristocracia húngara, que a punto estuvo de destronarlo.
Segismundo sobrevivió a ambas crisis y, tras la segunda, se dispuso a
consolidar su poder, con tanto éxito que incluso le permitió emprender
largos viajes por Europa occidental de años de duración sin temer a las
revueltas. No sabemos hasta qué punto pudo influir en esto la creación
de la Orden del Dragón, pero parece evidente que hacia
1408 la lista de miembros incluía ya a los aristócratas más influyentes
del reino y a los principales vasallos extranjeros del rey.
Objetivos
El estatuto fundacional resumía en su prólogo los objetivos principales de la orden –cuyo nombre latino era Societas draconica seu draconistarum, Fraternitas draconum o, en alemán, Gesellschaft mit dem Trakchen– del siguiente modo:«[…] con prelados, barones y magnates de nuestro reino a quienes invitamos a participar con nosotros en esta orden con el fin de erradicar los actos perniciosos del mismo pérfido enemigo y los seguidores del antiguo dragón, y de los caballeros paganos, cismáticos y otras naciones de fe ortodoxa y aquellos envidiosos de la cruz de Cristo y de nuestros reinos».
Conforme a sus fueros, la orden contaba con veinticuatro miembros
–número similar a la Orden de la Jarretera–, entre los que figuraban el
rey y la reina de Hungría. En consecuencia, los miembros debían jurar lealtad eterna a la pareja real, así como a sus hijos varones –posteriormente también a las hijas– vivos y por nacer, y defenderse los unos a los otros frente a cualquier agresión.
Como contraprestación, gozaban de ciertos privilegios como la
protección especial del rey mediante su arbitrio vinculante en las
querellas de los miembros.
La orden contaba, además, con miembros de segunda clase en número ilimitado y abierto tanto a húngaros como a extranjeros, lo que demostró ser un arma muy útil para tejer redes de influencia y cuya composición reflejaba claramente los objetivos de la orden: más allá de las altas dignidades y la aristocracia del reino, la categoría ajena a la baronía podía contener integrantes de la baja nobleza, que hacían carrera gracias a su pertenencia a la orden, como la casa de Rozgonyi o la de Báthory –algunos miembros de esta última llegaron incluso a alcanzar el principado de Transilvania y, en un caso, la corona de Polonia–.
El listado de miembros de la primera clase era bastante invariable, como demuestra un tratado de paz entre húngaros y polacos firmado en 1423 en el que aparecían los sellos de veintidós aristócratas húngaros que, en diez casos, eran idénticos a los presentes en los estatutos fundacionales de la orden. Pero la fama de esta hermandad no se limitaba a las élites, sino que se extendía por el conjunto de la sociedad, tal y como refleja, entre otras cosas, la proliferación de azulejos de chimenea con el emblema del dragón.
Desde
un punto de vista húngaro, los gobernantes de los países vecinos eran
vasallos de la Corona, aunque dos de ellos, los de Serbia y Valaquia,
fueran cristianos ortodoxos. Como aliados y como miembros de la orden,
participaban de la política exterior antiotomana auspiciada
por Segismundo y formaban parte del cordón de seguridad en torno a
Hungría. Bosnia demostró ser el aliado más problemático. Desde 1387 –más
aún desde 1405– obligó a entablar luchas recurrentes contra su líder,
el duque Hrvoje Vukčić Hrvatinić, sobre el que Segismundo logró, en
1408, una ansiada victoria en Dobor, en el cauce del río Bosna, que se
convirtió en un antecedente directo de la fundación de la orden. A pesar
de que Hrvoje se sumó a ella en 1409, volvió a rebelarse en 1413 y,
resulta curioso que el rey le privó de todos sus títulos y posesiones
por violar los estatutos de la orden, pero no de su membresía. Es más,
coaligado con los otomanos, Hrvoje derrotó en 1415 a un ejército húngaro
en el castillo de Doboj, al oeste de Banja Luka. Segismundo trató
entonces de apoderarse de Bosnia por medio de un tratado de sucesión,
puesto que el recién coronado rey de Bosnia, Tvrtko II Kotromanić, se
casó con Doroteja, hija del primer dignatario del reino, Juan de Gara.
Sin embargo, los otomanos socavaron el plan. No ha de sorprendernos, por
tanto, que el emblema del dragón se documente en el trono de Tvrkto, en
el castillo de Bobovac, lo que demuestra que efectivamente pertenecía a
la orden. La estrategia de engrandecimiento de Hungría por vías
hereditarias dio sus frutos en el caso de Serbia cuando en 1427, tras la
muerte otro miembro de la orden, el déspota Esteban Lazarević,
Segismundo asumió el dominio de la región.
La presión húngara sobre Valaquia fue igualmente decidida. El miembro más conocido de la orden fue sin duda Vlad III Tepes, hijo del por dos ocasiones voivoda Vlad Dracul II (1437-1442 y 1444-1447). Tepes ingresó en la orden en 1431 y el rey de Hungría Matías Corvino le brindó ayuda militar, si bien, a partir del año 1462 lo mantuvo retenido en Hungría en calidad de miembro de su familia, puesto que había contraído matrimonio con la sobrina del rey. Sus residencias han sido identificadas gracias a la arqueología en las ciudades húngaras de Segesvár (la actual Sighișoara, Rumanía) y Pécs; en esta última tenía una casa que hasta 1489 aún era llamada Drakwlyahaza (“la casa de Drácula”).
La concesión del
distintivo del dragón iba asociada a un fuero de donación, del que sin
embargo solo han sobrevivido dos ejemplos, los del noble húngaro András
Chapy y el de Vitautas el Grande, gran duque de Lituania. La orden
contaba con numerosos miembros ilustres de origen no húngaro,
como el rey Eric de Dinamarca, Ladislao II Jagellón de Polonia, Oswald
von Wolkenstein o Enrique V de Inglaterra. Todos recibieron
honoríficamente el título de manos del rey de Hungría como presente
diplomático, a menudo con el derecho a cederlo a terceros. Así, por
ejemplo, el aristócrata albanés Jorge Castriota (conocido como
Skanderberg) lo recibió de manos del rey Alfonso V de Aragón. Parece
que, a pesar del número elevado de miembros, la pertenencia a la orden
era algo muy valorado y se ponía mucho cuidado en reflejar el emblema en
los retratos, escudos heráldicos y, sobre todo, en las lápidas
funerarias, como se documenta en las regiones de Austria, Dalmacia,
Eslovenia, Alemania, Suiza, Silesia e Italia.
Funcionamiento
Con ocasión de su coronación como emperador del Sacro Imperio en 1433, Segismundo solicitó del pontífice permiso para modificar los estatutos de la orden, lo que demuestra su carácter supranacional. Estas enmiendas simplificaron los requisitos en cuanto a la apariencia de sus miembros y prometió privilegios de cruzado a los miembros que combatieran para la orden. Durante toda su vida, Segismundo consideró el emblema del dragón como símbolo de su reinado, tal y como se documenta en el manuscrito portugués Livro de Arautos, donde en efecto se representa el escudo de Segismundo con ocasión del Concilio de Constanza de 1416. Más tarde, Segismundo lo mandó grabar en su último gran sello, que empezó a emplear tras su coronación como emperador en 1433.
El ceremonial caballeresco no hizo que se olvidaran los fines políticos con los que se había fundado la orden, a la que podemos ver actuar en
algunos casos, como en 1412, cuando Segismundo apeló a sus miembros para
que participasen en la guerra contra Federico IV, duque de Austria.
Asimismo, los fueros fundacionales estipulaban la posibilidad de
arbitrar disputas entre los miembros y la ocasión para ello se presentó
con el enfrentamiento entre los condes Heinrich de Plauen y Alsso von
Sternberg de Bohemia, que fue zanjada con un acta firmada por
veintinueve miembros procedentes de Alemania, Austria, Bohemia e Italia,
“así como otros miembros de la Orden del Dragón”. Hasta el propio duque
Hrvoje apeló a dicho arbitrio –o eso afirmó en una de sus cartas– con
motivo de su rebelión contra Segismundo en 1413.
El emblema de la orden, que se llevaba
con un cordel en el lado izquierdo, tenía diversas variantes. El grueso
de los miembros, en número ilimitado, exhibía un simple dragón, mientras
que los pertenecientes a la baronía tenían derecho a portar el dragón
aferrado a una cruz con el lema O quam misericors est deus, justus et pius.
Tenía forma de broche de distinto tamaño de tejido dorado o corladura
cosido sobre la prenda o aplicado a la armadura. Las versiones más
exclusivas eran susceptibles de ser empeñadas, tal y como se ha
documentado a través de testamentos.
Así lo hizo el propio Segismundo
–como narra en sus memorias su sirviente Ebehard Windecke– con la
insignia de la Orden de la Jarretera cuando se hallaba
en Brujas de regreso de un viaje a Inglaterra para conseguir efectivo.
Había sido admitido en la orden el 24 de mayo de 1416 en Windsor, en
cuya capilla había depositado a cambio como presente una espada decorada
con dragones de plata, que se conserva actualmente en York.
Se conservan muy pocos artefactos de la Orden. Una copia de los
estatutos de 1408, datada en 1707, es el artefacto literario más antiguo
que se conoce. En la actualidad, los materiales conocidos se encuentran
archivados en la Universidad de Budapest.
El edicto de 1408 describe las dos insignias que tenían que llevar los miembros de la Orden:
«...nosotros y los fieles barones y magnates de nuestro reino portaremos y cargaremos, y elegiremos y acordaremos portar y cargar, a modo de sociedad, el signo o la efigie del dragón inscrita dentro de un círculo, con la cola enroscada al cuello, dividido en el centro por su espalda a lo largo de todo su cuerpo, desde el extremo de su cabeza hasta el extremo de su cola, [formando] con sangre una cruz roja que fluye hacia fuera, al interior de la hendidura a través de una grieta blanca, no manchada de sangre, del mismo modo que aquellos que luchan bajo el estandarte del glorioso mártir San Jorge acostumbraban a portar una cruz roja sobre una esfera blanca...».
Ocaso y renacer de la Orden del Dragón
La cuestión de la pervivencia de la orden es más fácil de dilucidar que en el caso de la que fundara Carlos I. La hija de Segismundo, Isabel, contrajo matrimonio con Alberto de Habsburgo (reg. 1437-1439) y ambos nombraron a nuevos miembros de la orden, entre ellos, el célebre viajero castellano Pedro Tafur, a quien en 1438 honraron con tres dignidades: el águila austriaca, el dragón húngaro y la toalla bohemia. La potestad de designar nuevos miembros pasó entonces a su hijo Ladislao V de Habsburgo (1444-1457) y, tras la muerte de este, a Matías Corvino (reg. 1458-1490). En paralelo, el entonces rey de romanos, Federico III de Habsburgo, también hizo nuevos nombramientos al considerarse regente de su sobrino, el mencionado Ladislao V. Es posible que la orden sobreviviese a la muerte de Matías Corvino, puesto que documentamos dragones en la heráldica de los últimos reyes polacos de la dinastía Jagellón (1490-1526), pero por entonces parece haber mutado a una suerte de hermandad aristocrática, habiendo perdido su vinculación original a la corona de Hungría, conforme este reino perdía peso en la esfera internacional.
La primera obra que recogía la historia de la orden se publicó en Leipzig en 1764, y a partir de entonces su memoria entró a formar parte del patrimonio cultural común centroeuropeo. En 1905, un grupo de intelectuales fundó en Zagreb la Hermandad del Dragón croata, que serviría a modo de sociedad cultural hasta que fue proscrita por los comunistas en 1946. En 1990, sin embargo, se reconstituyó y, hoy en día, una plaza de Zagreb lleva su nombre, plaza a la que por cierto engalana una estatua de san Jorge matando al dragón. Por su parte, en Serbia, y como homenaje a la pertenencia del déspota Lazarević a la orden, en el año 2011 el príncipe Aleksandar Karadjordjević fundó la Soberana Orden Militar del Dragón con sede en Belgrado y cuyo nuevo patrón es el rey de Serbia Lázaro Hrebeljanović, quien pereció en la batalla de Kosovo contra los otomanos en 1389.
Tras el colapso de los Habsburgo, Hungría se vio en la necesidad de renovar su sistema de medallas y condecoraciones, y en 1920 se consideró seriamente, aunque sin éxito, la restitución de la Orden del Dragón.
Y es que su prestigio fue siempre de la mano del rey Segismundo, quien
tradicionalmente tuvo una pésima fama en Hungría que exageraba sus
derrotas militares y olvidaba sus éxitos diplomáticos. Sin embargo,
desde la década de 1980 esta situación ha dado un vuelco – sobre todo
tras de la celebración de dos exposiciones internacionales sobre su
reinado, en 1986 y 2006– y hoy en día se le considera uno de los más
grandes monarcas húngaros de todos los tiempos y a la Orden del Dragón
uno de los pilares de su prolongado reinado. No es casualidad que la
rama húngara de la orden haya sido restituida en Nagyvárad (la actual
Oradea, en Rumanía), en cuya catedral, dedicada a san Ladislao, primer
rey caballeresco de Hungría, canonizado en 1192 como recompensa por los
esfuerzos de Hungría durante la Tercera Cruzada, reposan los restos de Segismundo.
Fuente: Desperta Ferro
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