sábado, 4 de agosto de 2012

Operación Impulso (5)




Sofía 12:55 – 10:55 ZULU
Frente al hogar de Todor Galvech, Lozenets, Sofía

La lluvia de cristales cayó sobre los hermanos Tumánova, que se ocultaban tras el coche. Piotr, el mayor, pensó que se podían ir todos al infierno. Aquella mañana se había levantado con un molesto dolor de cabeza, el cual no había hecho más que empeorar a lo largo del día.

Aunque los cristales bajo ellos se clavaban un poco, no eran tan hirientes como cabía esperar. Después de todo estaban diseñados para no ser letales en caso de accidente de tráfico. El ruido ensordecedor de las armas cesó por un momento, y luego se escuchó el derrape de una de las furgonetas, que se ponía en marcha.

- Te lo juro, hermano, voy a matar a ese cabrón – dijo Yevgueni.

Seguía con un tono quejumbroso e indignado por su nariz rota. Le hacía falta más experiencia de campo. Se oyó una nueva ráfaga cuando Piotr se asomó brevemente. Maldijo y les gritó unos cuantos improperios. Tenían que salir de allí antes de que las fuerzas del orden (o dado el escándalo, el jodido ejército) hicieran aparición.

- ¿Trajiste los botes de humo, Yev?

- Sí… - se pasó la manga bajo la nariz. No dejaba de sangrar – Coño, maldita sea. Toma uno.

Su hermano lo cogió y lo lanzó lo más lejos que pudo. Como sospechaba, los tiradores devolvieron el bote de una patada, lo que extendió aún más el humo y les dio cobertura. Piotr recogió a Yevgueni y le hizo alzarse rápidamente para seguirle. Corrieron ocultos por el humo mientras sus enemigos disparaban a ciegas a la nube que les envolvía.

- Conduzco yo – dijo el más joven, que rondaba los veintisiete.

- No me toques los cojones ahora, Yev – Piotr se subió a la motocicleta y se calzó el casco.

Yev refunfuñó por tener que ir detrás, en lugar de agradecerle a su hermano mayor que hubiese preparado un salvoconducto por si había problemas, como había ocurrido.



Dentro del domicilio de Todor Galvech se había desarrollado otra escena, menos ruidosa pero con idéntico peligro para los presentes.

La esposa de Todor, de pelo azabache que se empeñaba en tintar con mechas rojizas, sutiles pero brillantes, había bajado por las escaleras posteriores que daban al patio interior. Su marido y ella se habían dividido. Así debía ser. Mientras Galvech había optado por la previsible puerta principal, ella se deslizó a la zona común del edificio.

Atravesó aquel patio corriendo, y sabiendo mientras corría que no serviría de nada. De todas formas, los malditos se habían hecho ya con el portátil y, por tanto, con los planos. Ahora lo único que tenían que hacer era matarles a ellos. A él por ser quien los diseñó y quien podía reproducirlos, y a ella por la posibilidad de que los conociese.

Estaba precisamente en el patio interior cuando estalló la bomba, y fueron los edificios los que la protegieron de la metralla. De otra forma, ella hubiese muerto allí en ese mismo instante. Por desgracia, no fue así. Los asaltantes salieron de las ventanas aledañas a su casa y la persiguieron. Ella se preguntaba porqué no disparaban a matar sin más.

Llegó hasta la reja que protegía de caídas a la entrada del garaje y la saltó. El golpe contra el suelo resonó en las paredes de la cuesta que bajaba hacia el aparcamiento subterráneo, se oyó fuerte y sordo, pero por encima de él todavía escuchó la señora Galvech el chasquido de su pierna al romperse.

Gritó, pero sabía que no podía permitirse perder tiempo.

Sacó la llave a distancia de la puerta del garaje y pulsó el botón. La puerta no se abrió. Ella lanzó un gruñido de desesperación y golpeó el mando contra el suelo. Los asaltantes habían alcanzado la valla y se disponían a saltar por encima.

- ¡Vamos! – pulsó el botón frenéticamente, pero el caprichoso aparato decidió que no era momento de ser utilizado.

Volvió a mirar a sus persecutores, que habían anclado unos mosquetones a la valla y se deslizaban hacia abajo colgando de cables metálicos. Ella gritó, pidiendo ayuda, y lanzó con rabia el mando del garaje contra ellos. Cuando éste chocó contra la pared, la puerta se abrió.

Sólo tenía que cruzarla y pulsar el cierre de seguridad, la puerta bajaría. ¿Y después? Podría ocultarse entre los coches, podría ganar tiempo hasta que llegase la policía. No tenía más opción, o eso se decía mientras se ponía en pie sobre su pierna derecha, que aunque magullada no se había roto, y avanzaba hacia la puerta del garaje, ayudándose de la pared para mantener el equilibrio.

Por supuesto, fue inútil. Antes de que llegase a dar diez pasos, la habían dado alcance.

Mientras uno de ellos recogía pulcramente las cuerdas metálicas, otros dos cargaron con ella, sin importarles la resistencia que opuso, y la llevaron ascendiendo hasta la calle, donde esperaba un coche nada llamativo. Era un modelo común, con pintura normal y sus cristales traseros tintados como para proteger del sol. De él bajó una mujer con un traje negro que la miró de arriba abajo, para después lanzar una sonrisa que pretendía ser tranquilizadora, pero que no engañó a la señora Galvech. Justo en el momento en el que la mentirosa iba a abrir la boca, se oyó el estruendo de un arma, disparada desde el interior del patio.

Un hombre de más de sesenta años, gordo como un tonel y de barba blanca y descuidada, llegaba hacia ellos disparando con un cañón altamente irregular, y que la señora Gallvech supuso de manufactura casera, sin duda fabricado por el primo de aquel hombre, el cual estaba en la cárcel por posesión de armas.

- ¡Venid aquí, hijos de puta! – dijo el hombre, salpicando su barba blanca de saliva.

La señora Galvech sintió la tentación de advertirle, de decirle que se marchase y buscase refugio, pero no lo hizo. Realmente necesitaba que alguien hiciese algo y confió en un milagro.

Los asaltantes hicieron una pared entre las mujeres y el atrevido vecino, y comenzaron a disparar. Sin embargo, antes de que le dieran, el viejo tuvo tiempo de acertar a tres de ellos, y los tres cayeron al suelo como bolos derribados, a pesar de llevar chaleco antibalas. Se golpearon en la cabeza y se retorcieron en el suelo.

Pero aquel ataque suicida no podía durar, y el atento vecino que había acudido en ayuda de la señora Galvech no tardó en caer al suelo acribillado. Aún se oyó su risa gorjeante por la sangre mientras uno de los asaltantes se acercaba a él. El viejo había echado de menos la lucha, nunca quiso morir en la cama de un hospital, y por eso reía. El hombre armado apartó de él aquella potente escopeta de rápida recarga y apuntó a su cabeza. Antes de descerrajarle el tiro se volvió hacia la mujer que, un tanto aburrida, asintió. 

La señora Galvech les maldijo con todas sus fuerzas, pero ellos le recordaron amablemente que iban armados golpeándola con la culata de la pistola.

- ¿Tenemos el portátil? – preguntó la dama a sus subordinados.

- No, señora, ellos se lo llevaron.

- ¿Y quiénes son ellos exactamente? – subió al coche mientras esperaba respuesta, consciente de que debían abandonar el destrozado lugar cuanto antes. Escuchó la puerta del maletero cerrarse y se apartó algo de sangre que había manchado la hombrera de su chaqueta.

- No lo sabemos – ocupó el conductor su lugar.

- Creía que nos habíamos ocupado de todos los que tenían algo que reclamar al señor Galvech – respondió ella, hastiada.

- Había al menos una fuerza de ataque más aquí, señora – arrancó el coche y empezó a conducir, calmadamente, sin prisa -. Quizás la IAB, o la interpol.

- Ninguno de ellos es lo bastante listo ni como para descifrar el código de un maletín, dudo mucho que se hayan percatado de lo que Galvech pretendía hacer.

- Puede que no, puede que se trate de otros aún más peligrosos.

- ¿Y del desaparecido inventor qué se sabe? – dijo ella con tono despreocupado, aunque se preguntaba cómo iba a contarle todo esto al jefe.

- Le estamos persiguiendo ahora mismo, señora, con dos de nuestras furgonetas.

- Bueno, en cualquier caso, tenemos un pequeño seguro. Ahora sólo queda saber quién se ha inmiscuido en nuestros asuntos y sacarle de en medio por la fuerza. Te aseguro que como sea otra agencia, voy a volarles su maldita sede.

No hay comentarios: